Socialismo, distribución y clase media

A mediados de la década de los 80 todavía teníamos una suerte de consenso sobre lo que significaba el socialismo. Una revolución triunfante, o un partido de izquierda en el poder, al menos teóricamente,  sabía lo que quería cambiar y darle respuesta a la famosa pregunta de Lenin sobre lo que hay que hacer (aunque fuese una mala respuesta). Los socialistas de  entonces creían en la anarquía de la economía de  mercado, propensa al desperdicio de recursos, a la  concentración de los medios de producción, al empobrecimiento generalizado de la población y a las  crisis crónicas de sobreproducción.  

Entre ellos no había dudas sobre las ventajas del  “excedente socializado”, puesto que ofrecía la ga rantía de inversión racional más consumo social. Y  la discusión más bien giraba alrededor de la transición socialista y los espacios tácticos que había que  ofrecerle a la iniciativa de los privados. El debate  sobre la nueva política económica y la producción  agrícola en la URSS de 1921, servía de ejemplo para  estas discusiones. Aunque durante la transición socialista nunca estuvo en duda el control estatal de lo  que Lenin llamó las Alturas Dominantes; es decir, la  banca, el comercio exterior, la infraestructura crítica,  y las industrias estratégicas.  

Ante las grandes deficiencias del socialismo real  —la teoría puesta en práctica—, se elaboró un amplí simo cuerpo teórico que justificaba estas deficiencias  como inevitables en la difícil transición de un modo  de producción a otro. ¿Acaso para construir un nue vo edificio social no se debe primero destruir el viejo,  con todos los trastornos que esto significa?  

Los intelectuales orgánicos de la transición atribuían a la mala suerte los abusos de poder y los  crímenes cometidos por los partidos de vanguardia  en el ejercicio del centralismo democrático. Algunos llegaron al extremo de culpar de lo dicho al carácter nacional de los rusos y posteriormente al de  los chinos, al despotismo oriental. Las deficiencias  también se le atribuyeron a que la revolución no  ocurrió donde se suponía que debió ocurrir. En vez  de los países industrializados, la gran revolución  triunfó en la periferia europea, enfrentándose a una  doble tarea: el desarrollo de las fuerzas productivas  y la construcción del socialismo.

Con el tiempo, en las páginas del Monthly Review, entre otras publicaciones, surgió la tesis de  que si bien es cierto que en la URSS no se podía  hablar de socialismo, al menos se habían modificado sustancialmente las relaciones de propiedad,  de tal manera que la Ley del Valor —la esencia de  todos los males incluyendo la del imperialismo  económico— había quedado suspendida. Más aún,  la superioridad de la planeación central sobre la  anarquía de mercado había quedado demostrada  con la transformación de la Rusia campesina en una  potencia industrial y militar, sin cuyo músculo, la  Cuba socialista, a 90 millas de Estados Unidos, no  hubiese sobrevivido.  

Si algo caracterizó a la mayor parte del siglo XX  fue la lucha ideológica entre sistemas; es decir, sobre  cuál modo económico y político ofrecía más igualdad y libertad o, en su defecto, mayores posibilidades de consumo. Pero para finales de la década de  los 80, la URSS, el modelo a seguir de la mayoría de  los socialistas, entró en lo que resultó ser su crisis  final. Como lo demostró Kornai en su obra El sistema socialista: La economía política del comunismo,  publicado en 1992 por la Universidad de Princeton,  entre 1928 y 1940, la URSS creció a un promedio de  6,5%, en sus mejores años, con una inversión como  proporción del producto entre 26% y 28%. Entre  1961 y 1970, con la misma proporción de inversión,  el crecimiento disminuyó a 4,9%; entre 1971 y 1980,  con 30% del producto asignado a la inversión, el  crecimiento promedio fue de 2,6%; y de 1981 a  1988, una vez más, con 30% del producto asignado  a la inversión, el crecimiento promedio según cifras  oficiales fue apenas del 2%. Es decir, la única manera en que la URSS podía crecer era asignando una  cantidad cada vez mayor de insumos para la producción (puro volumen y fuerza bruta), mostrando  poca capacidad para la innovación (salvo en la industria militar, donde tenían competencia) y para  mejorar los índices de productividad. A finales de  los 80, la URSS pretendía crecer con tasas de ahorro  forzadas, tal como lo había hecho décadas atrás, en  los tiempos de Stalin.  

Por su parte, China, cuya economía desde la  muerte de Mao descansa en gran medida en la iniciativa de los privados, aunque mantiene el aparato  político y los órganos coercitivos propios del socialismo real, entre 1978 y 2007  registró un crecimiento  promedio del 9,9%, por  encima del promedio de  los mejores treinta años de Japón del 8%. Y lo logró con mejoras sustanciales en  la productividad total de factores (capital y mano de  obra combinados), registrando un promedio anual  de 3%, lo que facilita el crecimiento económico sostenido y niveles mayores de consumo para su población. La pregunta central de China es el momento en  que sus pobladores darán el salto de consumidores a  ciudadanos, y si este salto será ordenado, sin la crisis de brecha política de Samuel Huntington. 

La propia Cuba de Castro, ante un déficit fiscal equivalente al 29,5% del producto nacional en  1992 y sin el apoyo soviético que lo hiciera sostenible, se vio obligada en 1994 a cerrar el 70% de  las empresas estatales que registraban pérdidas e  inició un proceso de liberalización económica lleno  de tropiezos y desvíos (precisamente por el miedo  a la liberalización política que lo dicho acarrea inevitablemente), el cual sin embargo continúa y nos  tienen expectantes de que la sucesión cubana se  termine de consumar. 

¿Cómo se diferencian la vieja izquierda del neoliberalismo? 

Luego de este repaso histórico concluimos que,  desde mediados de los 90, ya no sabíamos con certeza plena qué significaba ser socialista, y que la  respuesta a la pregunta de Lenin sobre el qué hacer  ya no era tan obvia. Fue durante estos años cuando  surgieron los teóricos de New Labor en Inglaterra,  reafirmando lo que en esencia es la Social Democracia clásica (las reformas se dan principalmente  por el lado de la distribución y no de la producción), y fue cuando se elaboró un primer esbozo en  América Latina de lo que podemos llamar izquierda light o nueva izquierda. Con la concurrencia  del Partido de los Trabajadores de Brasil, el PRD  de México, los socialistas chilenos y el FREPASO de Argentina, entre otros,  varios líderes latinoamericanos se reunieron a discutir el documento “Después del neoliberalismo:  Un nuevo camino”, presentado por Jorge Castañeda, Cuauhtémoc Cárdenas, Ricardo Lagos y Carlos  Ominami; documento que a pesar de su título, se  inicia con una aclaración: “No queremos regresar  al nacionalismo populista ni a la estrategia semi autárquica de la sustitución de importaciones que  terminan fácilmente protegiendo la ineficiencia de  los oligopolios autóctonos. Tampoco queremos regresar a las finanzas públicas inflacionarias de otras  épocas”.  

Entre su menú de propuestas estaba la de gobiernos locales eficientes. Reformas de segunda  generación que garanticen bancos centrales autónomos, así como superintendencias de bancos y de  fondos de retiro, abogando por un Estado regulador  capaz de promover capitalismo para todos en vez  de mercantilismo para pocos, enfatizando en este aspecto privatizaciones de bienes estatales transparentes, sin ceder en los bienes esenciales que  siempre le corresponden al Estado proveer. Generar mayor valor agregado en las maquilas, así como  políticas sectoriales y paridades competitivas, aun que esto “entrañe la necesidad de convivir con tasas inflacionarias más elevadas pero manejables”. 

Por lo dicho, resulta evidente que la izquierda  light latinoamericana no se logró diferenciar lo suficiente del neoliberalismo, aun con su última propuesta de un trade off más favorable al empleo que a  la estabilidad de precios. Definitivamente, se dejó un  vacío que aprovechó la izquierda más ortodoxa que  pretende ser llenado por el socialismo del siglo XXI,  una pretensión que conceptualmente deja mucho  que desear y muchas preocupaciones hacia el futuro  de los países que la están siguiendo. En este contexto  ahondaré en un caso especial, un caso centroamericano: El Salvador del Presidente Funes. 

La consolidación de la democracia salvadoreña

El día de las recientes elecciones presidenciales,  los salvadoreños tuvieron razones de sobra para  sentirse orgullosos y optimistas con el futuro. Si  algo caracteriza a El Salvador de 2009, para usar la  terminología de Antonio Gramsci, es la de un bloque histórico sin fracción dominante. Por un siglo  la fracción dominante fue la de los grandes cafetaleros, para más recientemente ser sustituida por  el capital financiero, que entró en contradicciones  —como ocurre inevitablemente cuando una fracción desplaza a la otra— con los intereses agrícolas  de la ARENA histórica. La agricultura apenas representa el 11% del producto, y los herederos de los cafetaleros de antaño que no han quebrado o urbanizado son finqueros que sobreviven gracias a las  intervenciones del Estado o porque se han reinventado como productores conscientes de lo ecológico,  utilizando herramientas como internet para llegar  de manera más directa a los consumidores del norte. Mientras la banca y los monopolios nacionales  han sido transnacionalizados, y los salvadoreños  que vendieron sus activos a la inversión extranjera,  si bien es cierto gozan de grandes rentas, no tienen  la palanca política de años pasados.  

Desde hace tiempo las catorce familias no existen, aunque algunas de ellas siguen siendo económicamente influyentes, cohabitando sin embargo  con nuevos capitales, la mayoría de ellos en manufacturas y sobre todo en servicios. ¿Cuántos conglomerados salvadoreños fuertes hay en este país?  ¿Los podemos sentar en una cena, o en dos o en  tres? ¿Podemos hablar de un cartel empresarial capaz de disciplinar las decisiones políticas de este  país?  

El Salvador no es Estados Unidos al que Madison aspiró, donde debido a la multitud de intereses  propios de semejante escala, ni siquiera Rockefeller o  Gates fueron capaces en su momento de instrumentalizar el Estado para su beneficio exclusivo. Pero sin  duda El Salvador cada vez tiene un bloque histórico  más numeroso, diverso y competitivo a la hora de  ejercer influencia sobre las instancias públicas.  

El FMLN ya no puede identificar con claridad a  una fracción dominante en el bloque histórico, y la  sociedad salvadoreña de 2009 no es la misma de los  Acuerdos de Paz. Casi el 70% de los hogares salvadoreños son clasificados como no pobres, y el 63%  de la población es urbana. La definición de clase  media (o mejor dicho de sectores medios) es tema  de discusión, y los criterios de países de ingresos altos no deben ser los mismos para países de ingresos  medios o bajos.

En el contexto de países emergentes, tal como lo  han argumentado Jorge Castañeda, Francisco Calde rón y los análisis de The Economist, los criterios para  definir “clase media” son: una “vivienda digna, aunque  pequeña; un automóvil, acceso a crédito, el conjunto  de bienes duraderos (televisión, refrigerador, lavadora  de ropa, computadora, teléfono fijo o celular); vacaciones anuales, por modestas que sean; acceso a salud  y educación pública o privada, buena o mediocre, pero  que permita una cierta certeza de movilidad social”.  Partiendo de estos criterios, Castañeda concluyó que  el 60% de los mexicanos son clase media. Según estos  criterios, ¿cuántos salvadoreños son clase media? Más  aún: ¿qué quieren?, ¿a qué aspiran? ¿Podemos decir  que El Salvador ya es un país donde la clase media es  el sector social dominante, en el que prevalecen sus  aspiraciones y sus frustraciones?  

Las encuestas nos dicen: “Cuanto más grande  sea el nivel educativo del entrevistado, más probable será que apoye al FMLN. Los que reportan la situación financiera de sus familias peor que en 2007  también tienen mayor probabilidad de apoyar a  esta agrupación”. Se pudiese inferir de lo dicho que  la clientela del FMLN es una mezcla de clase media  y de pobres. O bien, principalmente de clase media,  por los niveles educativos y porque sus expectativas  siempre estarán por encima de sus posibilidades  reales. Soy un convencido de que la desigualdad en  la distribución del ingreso pesa más que la pobreza,  como factor determinante en la militancia política  de agrupaciones de izquierda.  En las elecciones de este año, de los 453.000 salvadoreños que votaron por primera vez, se estima  que 360.000 votaron por Mauricio Funes, la ma yor parte de casi el medio millón de votos que el  candidato del FMLN trajo por su cuenta a la mesa  electoral. ¿Qué quieren estos nuevos votantes? Si  tuviésemos que asociarlos con la izquierda light o  la “clásica”, ¿con cuál de estos dos polos los asociaríamos? ¿Qué podemos incluso decir de los 900.000  votos duros del FMLN? ¿Con cuál de los dos polos  asociaríamos a la mayoría de estos votos?  

Más que un cambio radical en el modo económico, creo que la mayoría abrumadora de los que  votaron por Funes/FMLN (para no hablar de los  2,6 millones de votantes) aspiran a un Estado que  responda más a sus intereses que a los de los em presarios, y que sea capaz de producir programas  sociales que beneficien a los sectores medios y a los  más necesitados. El triunfo de Antonio Saca en las  elecciones de 2004 fue el triunfo de la clase media  (que tomó distancia de la ARENA tecnocrática y  empresarial), de la derecha light dispuesta a cobrar  más impuestos e invertir en programas sociales; y el  triunfo de Mauricio Funes en 2009 con un programa de izquierda light, reafirma la hegemonía social  de la clase media y de sus aspiraciones.  

¿Dónde están las diferencias de fondo en los  programas de gobierno de los candidatos en contienda en las elecciones presidenciales recién pasadas? Por lo que he visto, era cuestión de quién  ofrecía mejor gerencia de los asuntos públicos, o  de quien gastaría/invertiría más en los programas  sociales inventados por Chile, por Lula en Brasil,  el Banco Mundial y reproducidos en El Salvador.  Independientemente de las especulaciones sobre  la dureza ideológica de la troika del FMLN, al me nos en el aspecto electoral ésta dio muestras de  flexibilidad (táctica, dirían muchos, pero flexibili dad después de todo), optando por un candidato  que no es del partido, pero que en el momento de  su escogencia gozaba de un neto positivo de 39  puntos (el neto de Handal era de 16 puntos en las elecciones presidenciales de 2004), neto de opinión positiva que Funes conservó casi intacto hasta poco antes de las elecciones, cuando éste bajó  a 37 puntos.  

Los históricos del FMLN reconocieron durante  la campaña que el sistema político de El Salvador  es presidencialista y, en caso de que la fórmula del  FMLN ganase, Funes sería el que mandase. También  tuvieron la prudencia de mantener con un perfil bajo  a sus militantes más radicales, en no atacar gratuitamente a Estados Unidos (el país al que la mayoría  de los salvadoreños consideran fundamental para su  prosperidad personal) y en insistir que su modelo de  sociedad lo representaba el socialismo de Lula en  Brasil (distributivo en esencia) y no el Socialismo del  Siglo XXI de Chávez en Venezuela.  

Entonces, ¿cuál es el modelo salvadoreño?

¿Será que el FMLN reconoce que no hay modelo exitoso de izquierda ortodoxa/clásica, y que El  Salvador es una sociedad de clase media, con sus  resentimientos y deseos de cambio, pero con temor a los cambios radicales? En todo caso, ni Funes  puede gobernar sin el FMLN ni el FMLN puede  gobernar sin Funes. Más aún, tanto el FMLN como  Funes necesitan la concurrencia de los otros miembros de la sociedad política para gobernar con un  mínimo de efectividad en estos tiempos de grandes  dificultades económicas.  

Tal como me lo han expresado muchos areneros,  “tal vez haciendo de una necesidad una virtud”, el  año 2009 es el mejor momento para perder y el peor  momento para ganar. De lo que sí estamos claros es  que a un gobierno de izquierda le tocarán medidas de estabilización y acumulación económica, sin estar tan claros si a este mismo gobierno le tocarán las  ventajas de la distribución y del consumo. La economía de El Salvador estaba supuesta a crecer este  año en 0,8%, supuesto que fue revisado a -0,5%, y  según la última revisión, la tasa de crecimiento será  de -1,8%, con estimados que ubican la caída hasta  en 3%. Para complicar más las cosas, los espacios fiscales no facilitan medidas anticíclicas, y se espera un déficit fiscal para este año de -4,7% del producto. 

La estabilidad macroeconómica depende de la  decisión del gobierno y de la sociedad en su conjunto de no acumular obligaciones que abrumen su  capacidad de cumplirlas en el futuro. Si hay algo  que los privados estarán observando en los próximos meses es la capacidad del gobierno entrante de  ejercer disciplina fiscal. ¿Podrá el presidente electo  satisfacer expectativas reprimidas de la membresía  sindical de ANDES o SIMETRIS, o al menos convencerlos de que las pospongan? ¿Contará con los  recursos para fortalecer la infraestructura social y  sus programas como Red Solidaria y los Fondos de  Desarrollo Local? 

La comunidad internacional, Estados Unidos,  la Unión Europea y las instituciones financieras,  dentro de las limitaciones que impone la crisis económica mundial, le ofrecerán al presidente electo  todo su apoyo; pero es fundamental que los principales medios de comunicación —históricamente  asociados con ARENA—, así como ARENA y otros  partidos inclinados a la derecha, pero sobre todo el  propio FMLN junto con los movimientos sociales  asociados a este partido, le den al presidente electo  suficiente espacio para administrar la gran tensión  entre exigencias y posibilidades. Todo parece indicar que Mauricio Funes tendrá que asignar la mayor  parte de su tiempo y de su capital político —en este  primer año de su gobierno, el año clave para todo  gobernante— a la ingeniería financiera para desenredar las cuentas fiscales. Incluso, algunos anticipan  que ésta será su tarea principal hasta 2011. 

De lo que se trata en este periodo presidencial  es de preservar y consolidar el grueso de las reformas de los últimos veinte años, conscientes de  que cuando las condiciones lo permitan, la carga  tributaria debe ser mayor para fortalecer al Estado  como proveedor eficiente de los bienes esenciales  públicos; también se trata de consolidar una sociedad política en las que sus principales partidos convergen en una suerte de centro vital, dentro de una  lógica que no esté dominada por la polarización y  el miedo. Qué maravilla sería para El Salvador si  dentro de unos años el principal reto de este país  sea que los votantes no puedan diferenciar con facilidad los programas de gobierno de sus partidos  políticos. Y tal vez entonces, con una sociedad política aburrida pero estable, El Salvador encuentre el  camino a tasas de crecimiento económico superiores al promedio modesto que ha venido registrando  a partir de 1996.  Esto último es de importancia vital para la prosperidad de los salvadoreños y para la consolidación  de su democracia. Según Fareed Zakaria —editor  de Newsweek— aquellos países en vías de desarrollo que están consolidando sus democracias son los  que fluctúan entre US$3.000 y US$6.000 en PIB per  cápita. Esta es la zona económica para consolidar  la transición democrática, y El Salvador apenas supera el mínimo para ser parte de esta zona; por lo  cual la pregunta que se hicieron Hausmann, Rodrik  y Velasco hace unos pocos años, para lo que ellos denominaron la “paradoja salvadoreña” —es decir,  reformas económicas ejemplares y crecimiento modesto—, continúa siendo prioritaria.  

Tal como nos advierte Forrest Colburn en su ensayo reciente “Elecciones y cambio en El Salvador”,  ya no hay un blueprint que oriente a la izquierda  para realizar cambios radicales en el modo de producción y, sin duda, la sociedad salvadoreña —como  lo hemos enfatizado en esta presentación— no es la  misma de hace veinte años, no solamente en lo que  es el bloque histórico, sino también en su cuerpo  social, en el que dominan los sectores medios más  identificados con la derecha y la izquierda light. Las  observaciones de Madison sobre la importancia de  la escala y de la multitud de intereses para que el  Estado liberal tenga autonomía de estos intereses  y, por tanto, funcione como un árbitro neutro en  la armonización de los mismos, creo que empieza,  mutatis mutandi, a aplicar a la realidad salvadoreña,  conclusión que reconozco es tentativa, pero que no  está fuera de la realidad.  

Los salvadoreños tienen razones de sobra para  sentirse orgullosos y optimistas de su democracia.  En una elección que se decidió dentro del margen  de error de la mayoría de las encuestas, el Tribunal  Electoral con un gran profesionalismo mantuvo informado a los salvadoreños de los resultados, adquiriendo en el proceso la credibilidad que en la  mayoría de los salvadoreños. Finalmente, el reconocimiento que hicieron durante la misma noche  de las elecciones el presidente Saca y los otros tres  ex presidentes de los últimos veinte años —todos  ellos areneros—, de la victoria electoral del otro, el  candidato de un partido cuyo origen fue la guerrilla  armada, y que en momentos difíciles de la historia  de El Salvador, ambas organizaciones pretendían  borrar del mapa a la otra. Extraordinario, ¿no? ¿Qué  estarán diciendo al respecto D’Aubuisson y Handal  en el más allá?