Nicaragua y su dilema perenne

Introducción
El crecimiento del PIB por habitante tuvo un promedio en Nicaragua de 3,0% entre 1951-1960, 2,8% entre 1961-1972, y 2,1% entre 1973-1978. Pero a partir de 1979, no sólo decreció “con respecto a su propia historia, sino que también con respecto a sus vecinos”. Entre 1979-1990, el promedio fue de -3,1%, de -0,3% entre 1991-2000, y fue hasta el periodo 2001-2007 que esta tendencia se revirtió con un promedio positivo de 0,8%, pero todavía muy por debajo del promedio de 1,4%, registrado entre 1920 y 1950[1]. Con este desempeño económico no nos sorprende que Nicaragua tenga indicadores sociales entre los más raquíticos de América Latina, pero también a que sea tan vulnerable a las turbulencias externas. El hecho que el país tuviese energía eléctrica las 24 horas en el 2008, fue un logro extraordinario en una sociedad sin recursos propios para pagar por su consumo petrolero, sobre todo, tomando en cuenta su dependencia de los derivados del petróleo para generarla. Sociedades como la nicaragüense por lo general sobreviven “resolviendo” la inmediatez de sus necesidades, sin preocuparse por el futuro. Todos sus problemas, para acudir a una categoría de Albert O. Hirshman, son “apremiantes”.
Más allá de lo dicho: ¿Cuál es la incidencia de la vulnerabilidad económica de Nicaragua en su ciudadanía y en su sociedad política?; ¿Tiene el país las columnas sociales para ofrecerle sostén a la aspiración de una arquitectura política propia de la democracia liberal?; ¿Hasta qué punto Nicaragua se asemeja a la España de principios del siglo XIX, con una minoría de ciudadanos alentando la Revolución liberal, pero tal como apuntó el historiador británico Raymond Carr, sin la sustancia social que le diese aliento a semejante cambio?[2]
Estas son las preguntas a las que este ensayo pretende responder, consciente de que si bien es cierto el desplome económico registrado entre 1979 y 1990 fue mayúsculo, la historia de Nicaragua se ha distinguido por su volatilidad económica, espejo de su volatilidad política. Es por esto, que este ensayo también pretende una suerte de síntesis histórica, ubicando lo de hoy, es decir el régimen de Daniel Ortega, en el contexto de 200 años de identidad nacional. El dilema perenne de la gobernanza deseada versus la gobernanza posible estará subyacente a lo largo del ensayo, el cual se inicia con la aspiración de los criollos de la América española a la gobernanza deseada, la que rápidamente fue sustituida por la gobernanza posible.
La recomendación de los antiguos
En su Crítica a las Constituciones, Aristóteles elogiaba a la cartaginesa, debido a que en esa ciudad, “el pueblo espontáneamente se ha mantenido fiel al orden constitucional y no ha habido ninguna revuelta que sea digna de mención, como tampoco un tirano” [3]. Los ciudadanos de Cartago habían logrado una “república bien ordenada”, con orden sin tiranía y libertad sin anarquía, por lo cual, el antiguo invitaba a sus contemporáneos a estudiar las instituciones de esta ciudad y otras como Creta y Esparta, cuyos ciudadanos habían forjado gobiernos similares al de Cartago.
La explicación que ofrecía Aristóteles por lo dicho, se desprendía de un arreglo en el que se mezclaban los tres “tipos puros” en los que él había clasificado los regímenes políticos, de tal suerte, que con esta mezcla, según Aristóteles, se prevenían las desviaciones propias de cada uno de los mismos.
El primer tipo puro de gobierno era la monarquía, lo que estaba bien, mientras el monarca fuese “El que sabe” de Sócrates, o el “Rey filosofo” de Platón. Pero cuando el monarca o su sucesor dejan de ser sabios y sólo buscan su lucro personal, este tipo de gobierno degenera en tiranía. En el segundo tipo puro de gobierno, la aristocracia o el gobierno de los mejores, con el tiempo degeneraba en oligarquía, es decir, en el gobierno de los pocos, con proclividad a la acumulación de riquezas/privilegios en favor de este grupito de ciudadanos. Y el tercer tipo puro, la República, estaba bien mientras sus asuntos fuesen exclusividad de los ciudadanos (individuos con educación y propiedades), y se evitase la democracia, modalidad de gobierno en la que todos participan, sin distingo de educación o propiedad, dándole pie a la muchedumbre, la que termina entronizando al demagogo, el líder del pueblo.
Ello explica la insistencia de Aristóteles de combinar los tres tipos de gobierno, los que al perder su pureza, evitaban sus respectivas desviaciones, garantizando así que la cosa pública sirviese, según su expresión, “al interés general”. La mezcla de los tres tipos puros de gobierno de Aristóteles siglos después se re-editaría en el sistema de pesos y contrapesos de los arreglos constitucionales de gobierno tal como los elaboró Montesquieu en su Espíritu de las Leyes y James Madison en sus escritos, concretamente Madison 51, en los Federalist[4]. Luego, que los fundadores de la nacionalidad estadounidense se viesen como los herederos conceptuales de Aristóteles, utilizando como piedra angular de su constitución, la recomendación del antiguo a favor de la mezcla de gobierno, con el Ejecutivo llenando la función del monarca, the one, la aristocracia ocupando el Senado, the few, y la Cámara de Representantes, the many, como expresión máxima de la representación ciudadana[5].
En sus orígenes, la Constitución norteamericana fue diseñada de tal manera que a la masa solamente se le dio, siguiendo los preceptos aristotelianos, “el poder más indispensable”, conformando una democracia representativa capaz de filtrar/frenar las pasiones de las mayorías y proteger los intereses de las minorías, particularmente, los de la aristocracia terrateniente.
El “arte científico” del buen gobierno
Si bien es cierto que los criollos de la América Española de la segunda mitad del siglo XVIII y a principios del XIX, resentían a los peninsulares, sobre todo después de las reformas de Carlos III y la “segunda conquista”, su temor a las consecuencias de la orfandad de imperio pesaba más que sus resentimientos[6]. Temían que sin el vínculo con la Metrópolis, las Colonias de Ultramar caerían en el desgobierno y que los “pardos” harían de sus respectivas patrias otro Haití. Este temor, al menos para un segmento importante de las élites hispanoamericanas, fue atenuado por la constitución estadounidense, la que a pesar de ser producto de la otra América, era prueba contundente “del arte científico” del buen gobierno.
Si las 13 colonias constituidas en la nueva nación de Estados Unidos, sin la magnificencia de los virreinatos de Nueva España o Nueva Granada, habían sido capaces de autogobernarse sin grandes descalabros, ¿cómo no iba a ocurrir lo mismo con la América española? Igual a como lo habían hecho los del Norte, de lo que se trataba era redactar una buena constitución, de la cual fluyese el buen gobierno, capaz de garantizar el óptimo aristoteliano, es decir: orden sin tiranía, libertad sin anarquía.
Cumpliendo con el “arte científico” del buen gobierno, los criollos posteriormente a la independencia se abocaron con empeño ejemplar a redactar buenas constituciones. Los conservadores se distinguieron por insistir que la mezcla favoreciese un Ejecutivo fuerte, ya que preferían, influenciados por Thomas Hobbes, correr el riesgo de la tiranía a caer en la anarquía; mientras los liberales, apasionados por la libertad e influenciados por John Locke, en la distribución de los poderes favorecían el parlamentarismo, prefiriendo correr el riesgo de la anarquía al de la tiranía. En las primeras décadas de la independencia, en los nuevos países latinoamericanos se redactaron todo tipo de constituciones, al principio casi todas liberales y al final casi todas conservadoras, llegando al extremo en algunas de ellas de santificar la presidencia vitalicia. Los liberales más “fiebres” de la época, como Alejandro Marure en Guatemala, después de apostar por la libertad y ver sus resultados, terminaron apoyando a sus autócratas como el “indio” Rafael Carrera, proveedor del orden, y, en consecuencia, del progreso[7].
Samuel Huntington en su clásico Political Order in Changing Societies, comenta que los próceres de la América española pretendieron ponerle límites en sus constituciones liberales a la autoridad, pero concluye que tal ejercicio no tenía sentido, ya que no se le puede poner límites a lo que no existe. Primero hay que establecer la autoridad y el orden, y es sólo después de ello que se puede aspirar a ponerle límites al poder de los que toman decisiones[8].
Lo problemático con la América española del siglo XIX es que el orden en la mayoría de los países fue impuesto no sobre la base de arreglos constitucionales que perduran en el tiempo (el “arte científico” del buen gobierno), sino más bien, sobre la base de los caudillos, una suerte de monarca, cuya autoridad carecía de la legitimidad que sólo pueden dar la tradición y los siglos. Para entonces, en la desesperación por encontrar esa buena constitución de la que fluyese el buen gobierno, se habían redactado tantas constituciones en la América española que se terminó devaluando la ley, tal como lo había advertido Aristóteles en La Política,cuando afirmó que no se puede “pasar a la ligera de las leyes vigentes a otras nuevas”, puesto que semejante práctica “acabará por debilitar la fuerza de la ley”.
El caudillo: El remedo del rey
El siglo XIX para la América española fue en gran medida una extensión de los siglos de la colonia, pero sin el rey, el único capaz de administrar un universo de sociedades fragmentadas y en pugnas, divididas por la desconfianza entre reinos, provincias, ciudades, villas y pueblos, entre criollos y peninsulares, entre mestizos e indios, entre las familias del centro y los caudillos de los barrios, entre Dominicos y Franciscanos, entre Jesuitas y los curas de pueblo, todos ellos obsesionados con su jerarquía, dispuestos a obedecerle solamente al rey, quien a su manera les hacía creer a todos, incluyendo al indio “más humilde”, que ante él, todos eran iguales.
Esto explica el desbarajuste que abrumó los ideales de los próceres de la independencia y ese afán de llenar el vacío de la autoridad colonial, primero con proyectos de ley, para después caer en ese remedo criollo de la figura del rey, el caudillo, en algunos casos de descendencia española “de sangre limpia” como Agustín Iturbide o Crisanto Sacasa, o mestizos como Santa Ana, Carrera o Cleto Ordoñez. Este último, una suerte de mediador entre los barrios y el centro, mezcla de “aristocracia y democracia”, tal como lo describe don José Coronel Urtecho en su obra, Reflexiones sobre la historia de Nicaragua, insinuando su origen como hijo natural de uno de los grandes señores de Granada, y el primero de tantos hijos naturales que sirvieron desde la independencia en la función de mediador entre los barrios y el centro, en ocasiones favoreciendo a los barrios y en otras a los del centro, pero siempre jugando a ser él, el fiel de la balanza[9].
El problema con la autoridad del caudillo, resultó ser la de una legitimidad muy frágil, puesto que pretendía gobernar como un soberano, pero sin el respaldo de la tradición de los siglos. Con la legalidad ya devaluada por la ligereza con que se cambiaban las constituciones y una legitimidad frágil, lo único que le quedaba al caudillo era su efectividad, durando su gobierno hasta que durase, por lo que la salida del caudillo casi siempre provocaba una crisis de sucesión. Si bien es cierto la efectividad de su gobierno determinaba principalmente la durabilidad del caudillo, esto no significaba que la mayoría de ellos no guardasen las formalidades legales, e inclusive, que no tratasen de dotar su autoridad de legitimidad asociándola a los símbolos atávicos de la colonia, como fue el caso de Rafael Carrera, cuando además de asumir la presidencia vitalicia de Guatemala, vistió el uniforme y asumió el rango de Capitán General.
El periodo de la anarquía, como se le conoce a las primeras décadas de la Nicaragua independiente, tal vez era inevitable, considerando la “ínfima escala” de su sociedad, enterrada bajo una avalancha de pleitos de familias y resentimientos personales acumulados a lo largo de los años de la colonia, asemejándose Nicaragua a una ciudad italiana de los siglos XV y XVI, como la Florencia de Maquiavelo, fragmentada y polarizada en su interior, con facciones en conflicto, dispuestas a solicitar el patronato de soberanos poderosos de otros lares para alterar la correlación de fuerzas al interior de la ciudad[10].
La República Conservadora, la de los Treinta Años de la segunda mitad del siglo XIX en Nicaragua (1858-1893), si bien es cierto fue restringida, como todas las repúblicas de entonces, en cuanto a quienes podían participar en la vida pública (aunque no tan restringida como aducen sus críticos), crearon un radio de confianza entre la mayoría de los grandes señores del país, los que acordaron actuar siguiendo un mínimo de “reglas del juego”. Lo dicho, fue un gran logro para el momento histórico, con sucesiones de gobierno rutinarias y sin figuras dominantes con las excepciones del general Tomás Martínez y su socio minoritario, Máximo Jerez. Y aunque estos años no estuvieron exentos de conflictos, estos fueron muchos menos traumáticos que los de las primeras seis décadas del siglo XIX, lo que hizo posible una obra de gobierno modesta en su magnitud, pero sólida en sus cimientos fiscales, dando inicio al primer ciclo sostenido de acumulación de capital y desarrollo de las fuerzas productivas del país[11].
La política nicaragüense adquirió cierta regularidad, con sucesiones ordenadas entre un gobierno y otro, ampliando los horizontes de tiempo para que la actividad económica de los privados se realizase con alguna seguridad. Victor Bulmer-Thomas, en su obra The Economic History of Latin America since Independence, estimó que el crecimiento de las exportaciones de Nicaragua fue de un promedio anual de apenas 0,8% entre 1850 y 1870, aumentando notablemente a 6,1% entre 1870 y 1890, promedio que se compara favorablemente con el de América Latina que para ese mismo periodo fue de 2,7%. Las exportaciones nicaragüenses per cápita, calculadas cada tres años, fueron de $3 en 1870, muy por debajo del promedio latinoamericano de $8,9; mientras que, para 1890, las exportaciones nicaragüenses fueron de $10,1, apenas por debajo del promedio latinoamericano de $11,7, aún cuando los precios internacionales del café habían pasado de 26 centavos USD/libra en 1867, a 11 centavos en 1883, 9 centavos en 1885 y a 2 centavos en 1888[12].
Tal vez el esfuerzo de los conservadores fue demasiado gradual y no incluyó en los cargos públicos a los egresados de los institutos y centros de educación superior (los sectores medios emergentes), los que junto con otros excluidos, formaron parte de la coalición que llevó al poder a José Santos Zelaya, quien a pesar de haber compuesto una constitución idealizada como “La Libérrima” en la mitología del Partido Liberal de Nicaragua, ésta nunca entró en vigencia, al menos en su primera versión. Más bien, José Santos Zelaya se distanció del liberalismo clásico, y en su afán por acelerar la historia, concentró todo el poder en el Ejecutivo, “el número uno”, alegando que su división en los pesos y contrapesos de Montesquieu y de Madison, si se quiere la mezcla de los tres tipos puros de Aristóteles para evitar sus respectivas desviaciones, no era otra cosa que una trampa de los intereses oligárquicos para diluir el poder y evitar la transformación revolucionaria que requería el país.
El ensanchamiento del ámbito de acción del Estado y los gastos militares provocados por las revueltas internas y su activismo regional, llevaron a que durante los 17 años de Zelaya (1893-1909) se registraran déficits fiscales mayúsculos, llegando en algunos años a que los gastos de gobiernos superasen hasta en un 30% a sus ingresos (los que crecieron a un promedio anual de 12,4% entre 1893 y 1909). Producto de estos déficits, la deuda total de Nicaragua en USD pasó de 2 millones en 1889, a 3,9 millones en 1894, y a casi 9 millones en 1909. Y tal como lo señala Bulmer-Thomas (véase pie de página 13), entre 1890 y 1912, las exportaciones de Nicaragua crecieron en un promedio anual de apenas 2,3%. El general José Zelaya ejerció el poder con discrecionalidad y vigor, aunque esto no significó un periodo de fluidez política como quedó evidenciado por los múltiples conflictos bélicos en los que Nicaragua estuvo involucrada durante estos años. Y pudiésemos argüir que la falta de disciplina fiscal y los empréstitos externos contraídos durante su mandato, contribuyeron a una economía nicaragüense estancada en las primeras décadas del siglo XX.
La incapacidad de los nicaragüenses en las primeras décadas después de su independencia de anclar la política sobre la base de arreglos imperfectos pero mínimamente estables, hizo imposible la prosperidad material, por lo cual, al orden de los Treinta Años se le debe reconocer un Premium, ya que inauguró el primer ciclo de acumulación de capital relativamente prolongado en la historia del país, y producto de estos años de crecimiento, surgieron nuevas fuerzas sociales y económicas, algunas de las cuales formaron parte de la coalición zelayista. La autocracia de Zelaya a pesar de su permanencia en el poder por un periodo prolongado, no significó un ciclo de acumulación notable, al menos si se compara con el régimen oligárquico de la República Conservadora. Lo que no quiere decir que desde la perspectiva económica, un solo centro de autoridad independientemente de sus arbitrariedades, no hubiese sido mejor a que no hubiese habido ninguno. Se pudiese alegar, prima facie, que el neto de los 17 años de Zelaya, entre creación y destrucción de capital físico fue positivo, un neto menor que el de los Treinta Años, pero muy superior al neto, seguramente negativo, del de entre 1821 y 1857.
La autocracia “buena”
Según los estimados de Mario De Franco, en 1936, cuando el primer Somoza asume el poder, el PIB per cápita de los nicaragüenses medido en USD de 2005 PPP, llegaba a 1,250, y en 1977/1978, un año antes del fin del último Somoza, el PIB per cápita en USD de 2005 PPP, llegó a 4,750, casi cuatro veces superior al del año base (véase pie de página 2).
A partir de la llegada de la primera misión del Banco Mundial a Nicaragua[13], la economía del país aprovechando los precios internacionales favorables para sus exportaciones, creció en un promedio anual de 9,0% entre 1950 y 1954, 2,5% entre 1955 y 1959, 7,3% entre 1960 y 1970, y en 6,0% entre 1971 y 1977, y esto aún pese al terremoto de 1972, que causó pérdidas físicas equivalentes al PIB de Nicaragua de ese año. Independientemente de la discusión alrededor del impacto de estas tasas de crecimiento en la reducción de la pobreza de los nicaragüenses, o si estas tasas de crecimiento dependían exclusivamente de los buenos precios internacionales de sus productos, el hecho es que el país creció de manera sostenida, con estabilidad en los precios y en la relación cambiaria Córdoba/USD, con la inversión privada como el principal motor de ese crecimiento, con niveles aceptables de endeudamiento externo, aún después del alza en el precio del petróleo en 1973, y en un contexto impecable de disciplina macro-económica[14].
Durante los 43 años del somocismo hubo una acumulación de capital todavía inigualable en los 200 años de nacionalidad nicaragüense, de tal suerte que 1977/1978 continúan siendo los referentes para los ejercicios de benchmarking en una variedad de indicadores. Estas tasas de crecimiento se registraron durante un régimen político “no democrático”, como ocurrió y sigue ocurriendo en otros casos. En el trabajo de Robert J. Barro, Determinants of Economic Growth: A Cross-Country Empirical Study,apenasse encontró una “relación débil entre democracia y crecimiento”, aunque hay un vínculo fuerte entre prosperidad económica y “propensidad a experimentar democracia”, la famosa hipótesis de Lipset[15].
Esto no significa que el régimen “no democrático”, no se preocupe por garantizar los derechos de propiedad, la santidad de los contratos, y en caso de disputas entre los privados, “en lo tuyo y en lo mío”, que el sistema judicial no decida apegado a derecho, todo lo cual, los Somoza en alguna medida garantizaron. ¿Qué pensar de las autocracias capaces de ofrecer lo dicho y generar tasas de crecimiento que rondan el 10,0% durante tres décadas consecutivas como en China, Singapur, Malasia y Viet Nam? ¿Pudiésemos decir que son autocracias buenas? Sobre todo, si terminan siendo “la fase autoritaria” del desarrollo capitalista de estas sociedades[16].
Semejante crecimiento registrado durante los Somoza modificó radicalmente la estructura socioeconómica del país, pasando de ser una sociedad tradicional estancada en su pasividad, a una sociedad tradicional en rápido tránsito a la modernidad, transición en la que todo empezó a cambiar, menos el régimen que inició esa transición modernizadora, la que al final quedó incompleta, provocando la crisis de la “brecha política” tal como la elaboró Samuel Huntington en su obra publicada en 1968 (véase pie de página 9). En el caso de los Somoza, sus 43 años no resultaron ser “la fase autoritaria” del desarrollo capitalista de Nicaragua, y en vez de concluir en la sociedad liberal, esos 43 años terminaron más bien en una crisis de sucesión mayúscula, cuyas consecuencias no han terminado de compendiarse. Algo similar le ocurrió al régimen de don Porfirio Diaz en México entre los siglos XIX y XX, el stock de capital acumulado durante los años de estabilidad fue destruido en los años del caos revolucionario. ¿Pero qué hubiese ocurrido si el último de los Somoza se hubiera ido sin provocar la brecha política que produjo? ¿Hubiese sido el buen autócrata del ensayo de Kaplan, y el somocismo la “fase autoritaria” del desarrollo capitalista nicaragüense? [17]
A final de cuentas, tal como señala José Luis Velásquez en su ensayo sobre instituciones y desarrollo económico, el somocismo representó un ciclo de acumulación de capital para ser seguido por uno de desacumulación, en ese continuo nicaragüense que se desprende de la obra de don José Coronel Urtecho de anarquía/autocracia/conflictos, el que atinadamente destaca el ensayo de Velásquez[18]. Los costos de la insurrección anti-somocista representaron un desplome del PIB en 1978 y 1979, calculado en USD de 1994, de -34,3%, con daños físicos según CEPAL en estos dos años de 480 millones de USD, a los que hay que sumarles los costos económicos del conflicto mayor y sin precedentes en la historia de Nicaragua, los de la década de los años ochenta.
Sobre los orígenes del somocismo la discusión continúa, y en otras ocasiones el autor de estas líneas ha resaltado los motivos estrictamente nacionales que dieron inicio a la autocracia más prolongada en nuestra historia[19]. En cierta forma y guardando las distancias de tiempo y escala, la relación Estados Unidos/Nicaragua de principios de los años treinta del siglo pasado, tiene sus similitudes con la relación de hoy entre Estados Unidos y Afganistán, es decir, la realización del gobierno norteamericano de que cuando retiren sus tropas de esos lares, lo que llenará ese vacío probablemente sea un régimen no democrático, capaz de ofrecerle a Afganistán un mínimo de estabilidad, y que responda a las demandas más sentidas de la agenda geopolítica estadounidense.
En una buena medida, el régimen de los Somoza fue producto de la desesperación imperial por desentenderse de Nicaragua después de 25 años de ocupación militar y micro administrar sus asuntos — desde el manejo de las aduanas, pasando por la formación de una guardia nacional con pretensiones de un equilibrio bipartidario en la repartición de sus oficiales, hasta la supervisión de sus comicios electorales –, y del convencimiento que los generales Anastasio Somoza García y Emiliano Chamorro eran las dos caras de la misma moneda[20].
La gran descapitalización de los años ochenta
Los dirigentes de la Revolución sandinista confundieron la crisis del régimen político de los Somoza con la del sistema económico, por lo que no bastaba cambiar el modo político, también había que cambiar, y, de raíz, el modo económico. En la primera Asamblea Nacional de Cuadros que la Dirección Nacional del FSLN sostuvo con sus militantes más destacados a finales de septiembre de 1979, ellos afirmaron que: “En realidad nosotros asistimos a la fusión de la crisis del modelo capitalista, con la crisis de la dictadura, de modo que la crisis de esta última, es también necesariamente, la crisis del régimen económico, el agotamiento de un sistema capitalista dependiente, basado en la sobreexplotación del trabajo, que hizo de la dictadura militar una necesidad histórica”[21].
Mientras la mayoría de los países latinoamericanos durante los años ochenta empezaban a tomar distancia de economías con una esfera pública dominante, Nicaragua pasaba aceleradamente de una economía en la que prevaleció la iniciativa de los privados, a una en la que el eje principal sería la economía estatal. Solamente en los primeros meses de la Revolución se confiscaron 180 empresas y más de 500 mil hectáreas de tierra, y el “polo de acumulación social” continúo nutriéndose de empresas confiscadas por el Estado, ya fuese para prevenir su “descapitalización”, o para garantizarles “una administración más eficiente”. En menos de un año, el Estado llegó a controlar las Alturas Dominantes de la economía, es decir, la banca y el comercio exterior, incluyendo las importaciones de alimentos y de petróleo. El peso del sector público en el PIB pasó de 15,0% en 1978 a 41,0% en 1980, y para finales de la década revolucionaria más del 70,0% del crédito doméstico fue absorbido por el “polo de acumulación social”, lo que explica porque el 70,0% de la inversión bruta fue inversión pública (véase pie de página 15 para las fuentes de estos datos).
A los costos de los cambios radicales en el modo económico, se le deben sumar los costos de los conflictos entre Revolución y sociedad, y entre Revolución y los Estados Unidos. Durante los años ochenta, el promedio del crecimiento de Nicaragua fue de -1,9%, año tras año, comparado a un promedio de 0,9% en Guatemala, 1,4% en Panamá, y 2,4% en Honduras y Costa Rica respectivamente. Las tasas de crecimientos de estos países, aunque fueron modestas, al menos fueron positivas, y la de El Salvador, si es cierto tuvo un promedio negativo de -0,4%, no se asemeja al promedio de crecimiento negativo de Nicaragua del -1,9%. Regresando a los cálculos de Mario de Franco, el PIB per cápita de los nicaragüenses medido en USD de 2005 PPP durante los años de insurrección anti somocista se desplomó, y continuó en caída libre hasta llegar en 1990 a los niveles de 1948 (véase pie de página 2).
Cabe especular, que la descapitalización de finales de los setenta y de los años ochenta del siglo pasado, es solamente comparable al periodo de la anarquía de la primera mitad del siglo XIX. Y con el regreso súbito a la economía de mercado de los años noventa, las tasas de crecimiento no han sido ni constantes ni suficientemente vigorosas para compensar la descapitalización de años recientes. En los treinta años comprendidos entre 1978 y el 2007, calculados a precios de 1994, Nicaragua registró 12 años de crecimiento negativo, de los cuales tres registraron caídas de -7,8%, -26,5% y -12,4%. De estos 30 años sólo en dos años consecutivos el país registró un crecimiento del 5,0%, estos ocurrieron durante los dos años finales del gobierno de doña Violeta de Chamorro, y cuando se alcanzó 7,0% de crecimiento en 1999, la mejor tasa de esos 30 años, hay que reconocer el protagonismo de la inversión pública que pasó de 262,2 millones de USD en 1998, a 436,5 millones de USD en 1999, financiada en un 67,0% por donaciones y préstamos externos motivados por la destrucción y daños causados por el huracán Mitch[22].
En los años noventa del siglo pasado, en Nicaragua no solamente cambió el régimen político, sino también, el modo económico. A finales de los setenta en la economía dominaba la iniciativa de los privados. En los años ochenta más bien fue la esfera pública la que dómino la actividad económica. Y en los noventa al menos en teoría, serían nuevamente los privados los principales agentes productivos. Cambios radicales en el modo económico de lo privado a lo público y de éste a lo privado, en un lapso de 11 años, es suficiente para descarrilar a cualquier economía. Sobre todo, cuando se pretende tener una economía de mercado sin empresarios, lo que equivale a un tren sin locomotora. Muchos años son necesarios para que las relaciones de propiedad se “normalicen” y para que los privados se animen a invertir en el país.
Entre 1990 y el 2000, la composición de las exportaciones nicaragüenses se mantuvo sin cambio alguno, 92,0% de las mismas continuaban siendo bienes primarios, lo que irroga un contraste dramático con relación a las de Costa Rica, cuyas exportaciones de bienes primarios en 1990 representaron el 66,0% de su total, y en el 2000, solamente el 34,0%. Cuando el precio del café se desplomó en el 2000 al punto que un quintal de café obtenía el 43,0% de 1960, Nicaragua (donde el café representaba 7,0% de su PIB y 23,0% de sus exportaciones), se enfrentó a una crisis social que sólo se diluyó debido a la válvula de escape costarricense en especial y foránea en general, con 700 mil de sus ciudadanos emigrando entre 2000 y 2006 al país vecino, pero también hacia otras latitudes. En sólo 7 años emigraron casi la misma cantidad de personas que emigraron en 21 años, 900 mil, entre 1978 y 1999[23].
La descapitalización de años anteriores, la volatilidad en el modo económico y las tasas de crecimiento modestas e irregulares, explican que la pobreza entre 1993 y el 2005, pasó, en porcentajes de la población, del 50,3% a 47,8%, 45,8%, y después subió a 46,2%, lo que representa una disminución de solamente 4 puntos en la pobreza general del país en 12 años[24]. Cuando tomamos the long view, entre 1950 y 2009, a precios constantes de 2000, según CEPAL, el crecimiento promedio de Nicaragua en esos 59 años fue de 2,8%, mientras Costa Rica, registró la segunda tasa de crecimiento más alta en América Latina con un promedio anual de 5,12%. ¿A qué se atribuye esta diferencia de 2,3 puntos a favor de Costa Rica durante 59 años? ¿Es acaso el resultado de una sociedad sin conflictos mayúsculos como los de la nicaragüense?
Los números de la Nicaragua de hoy
En el 2009, el PIB nominal de Nicaragua se ubicaba en 6 mil millones de USD, ni siquiera la mitad del PIB nominal de Honduras, la segunda economía más pequeña en Centroamérica, con 14,7 miles de millones de USD. Además de la insignificancia de la economía nicaragüense en el marco regional, ¿qué significan estos números? Obviamente la escala de la economía nacional es reducida, y no hay densidad de intereses, lo cual es problemático si se pretende pasar del Estado Máquina de Maquiavelo como “instrumento de algunos”, al Estado Neutro de la sociedad liberal, como componedor/árbitro creíble de una multitud de intereses en contienda. Cuando la economía es pequeña los grandes conglomerados son pocos, transformándose en intereses dominantes, sobre todo cuando estos intereses se regionalizan/globalizan, y cuando la sociedad política y el Estado son débiles. La sociedad política estará entonces subordinada a la sociedad económica, restándole credibilidad a la propuesta liberal del Estado neutro, supuesto a garantizar que la economía de mercado funcione para todos, empresarios y consumidores, sin caer en aberraciones rentistas propias del mercantilismo.
El PIB per cápita nominal de los nicaragüenses apenas supera hoy un los un mil USD (en El Salvador es de 3,500), y sobre la base de los cálculos de De Franco, en términos reales, no alcanza el penúltimo año del régimen de los Somoza. ¿Cuál es el significado de estos números en términos de densidad ciudadana? ¿Tiene Nicaragua el cuerpo social lo suficientemente desarrollado para aspirar a una sociedad de ciudadanos preocupados por el futuro y la calidad de la educación de sus hijos, y no de clientes ansiosos de que “alguien” les resuelva sus necesidades inmediatas?
En 1978/1979, había una masa crítica de nicaragüenses que aspiraban a la modernidad superior proporcionalmente a la de hoy, masa crítica que fue el resultado de varias décadas de crecimiento económico[25]. En el 2011, la mayoría de los nicaragüenses se ubican en la sociedad tradicional, renuente a los cambios, con índices de productividad muy bajos, abrumados por satisfacer la inmediatez de sus necesidades, propensos a relaciones entre patrón y cliente, basadas en pequeños favores. Si partimos de los tres “tipos puros” de la legitimidad de la autoridad de Max Weber, carisma, tradición y racionalidad, probablemente encontraremos que la mayoría de los nicaragüenses están entre carisma y tradición, con una minoría aspirando a la racionalidad, que es lo mismo que las normas, los arreglos institucionales, el celebrado Estado de Derecho.
La mediación entre Estado y sociedad, aún en países con niveles de desarrollo superiores a los de Nicaragua — que son todos en América Latina, con la excepción de Haití — es una tarea difícil, sobre todo, porque los recursos fiscales por lo general no corresponden a las exigencias de la ciudadanía. Cuando observamos los números en el presupuesto formal del gobierno de Nicaragua, con gastos que han fluctuado recientemente entre 1,550 y 1,700 millones de USD anualmente, y de los cuales un porcentaje significativo se origina en donaciones y en préstamos externos[26], cabe preguntar: ¿Cuán factible es el orden político, soslayando la gobernanza democrática, en circunstancias de insuficiencia fiscal y de exigencias ciudadanas, las que si bien es cierto son modestas, no lo es menos que son numerosas e inmediatas, y van desde transporte público y energía a precios altamente subsidiados, hasta láminas de zinc para los techos de sus viviendas, y el regalo de piñatas para que los hogares pobres celebren sus navidades?
En el 2008, cuando el precio del barril del petróleo promedió los 100 USD, y Nicaragua no hubiese tenido el arreglo petrolero con Venezuela, cabe preguntarse: ¿Qué hubiese ocurrido con la mediación entre Estado y sociedad? ¿Hubiese tenido la sociedad política nicaragüense la capacidad de enfrentar semejantes turbulencias? ¿Qué hubiese ocurrido con la estabilidad macroeconómica y los programas del Fondo Monetario? Según el politólogo David Easton, los sistemas políticos, independientemente de su naturaleza, deben tener la capacidad de enfrentar tensiones, las que pueden ser “prosaicas”, derivadas de las presiones “cotidianas de la vida política”, o bien, de “rasgos espectaculares” como la crisis energética de los últimos años, o la “gran contracción” por la que atraviesan actualmente la mayoría de las economías desarrolladas. La fragilidad de la economía nicaragüense pareciera indicar, que su sistema político, sin arreglos peculiares como el que se tiene con Venezuela, simplemente no es capaz de enfrentar las tensiones de “rasgos espectaculares”[27].
La disciplina fiscal/estabilidad macroeconómica es sine qua non para viabilizar tasas de crecimiento económica sostenidas, y así incidir en la reducción de la pobreza vía la generación de empleos en la economía formal. Lo dicho requiere, inter alia, que el país se mantenga dentro de los lineamientos que el FMI le exige al gobierno de Nicaragua, en la mayoría de los casos, correctamente. Si Nicaragua sólo contase con los recursos del presupuesto formal, la disciplina fiscal requerida para tener crecimiento y prosperidad en el futuro, probablemente no tendría sustentabilidad política. ¿Cómo satisfacer entonces ese bolsón de pequeñas pero numerosas exigencias que abruman a la mayoría de los nicaragüenses, sin sacrificar el futuro para “resolver” el mientras tanto? La cooperación venezolana fuera del presupuesto formal es el ingrediente clave para responder a esta pregunta, estimada sobre los números del Banco Central de Nicaragua, en un monto superior a 1,500 millones de USD cuando se cierre este quinquenio del presidente Ortega, facilitando ese modelo que en otras publicaciones clasifiqué como “populismo responsable”, compaginando los recursos venezolanos producto de la relación especial entre Hugo Chávez y Daniel Ortega, y los programas del FMI[28].
Sin dudas, los fondos venezolanos han sido utilizados por el gobierno de Nicaragua con un margen de discrecionalidad considerable, y para financiar programas sociales con fines clientelares, pero estos a fin de cuentas no dejan de representar un alivio importante para aquellos que reciben sus beneficios. En sociedades como la nicaragüense, con baja densidad ciudadana, un número significativo de sus pobladores para no decir la mayoría, están más preocupados por la efectividad de sus gobiernos (expresada en estos programas sociales con fines clientelares) y no tanto por los temas de legalidad y legitimidad. En la Encuesta nacional de M & R realizada entre el 27 de noviembre y el 6 de diciembre de 2010, cuando se preguntó, ¿si un presidente está respondiendo a las necesidades de la población, no importa cuántas veces haya sido presidente, puede seguir optando por la presidencia?, el 60,0% de los encuestados respondió afirmativamente, 31,0% registró su desacuerdo y el 9,0% restante dijo no saber, o no respondió.
Sobre las encuestas recientes, particularmente en lo concerniente a la intención de votos para presidente, se ha generado una gran controversia con la evolución de esta medida a favor de Daniel Ortega, la que pasó en la de M & R de 43,3% en septiembre del 2010, a 56,5% en junio de 2011[29], resultado que contrasta con la encuesta nacional publicada en agosto del 2011 de CID Gallup-Centroamérica, en la que Ortega tiene una intención de votos de solamente el 42,0%, lo que irroga una diferencia respecto a la última de M & R de casi 15 puntos.
Donde sí hay consenso es en que los números personales de Daniel Ortega han mejorado significativamente. En la encuesta nacional de B & A publicada en octubre de 2005, las opiniones desfavorables de Ortega se situaban en -62,2%, con positivas de apenas 29,8%, con no sabe o no responde, de 8,0%, para un neto negativo de -32,4%. En la encuesta nacional de B & A realizada entre el 28 de septiembre y 8 de octubre del 2010, las opiniones positivas sobre Daniel Ortega saltaron a 58,1% y las negativas se redujeron a 31,7%, con no sabe, no responde, de 10,1%, con un neto positivo de 26,4%. En la última encuesta nacional de B & A realizada junto con CINCO entre el 28 de mayo y el 9 de junio 2011, donde sólo se encuestaron a los independientes, equivalentes a 34,0% de la población, Daniel Ortega tuvo el índice de agrado más alto entre todos los candidatos, con 44,3%, seguido por Fabio Gadea con 36,6% y Arnoldo Alemán con 16,4%. En la propia encuesta de CID Gallup Centroamérica publicada en agosto de 2011, 60,0% expresaron opiniones positivas sobre Daniel Ortega, números que contrastan con la encuesta de la misma firma presentada en sesión privada al Capítulo de CEAL-Centroamérica en mayo del 2006, en la que los positivos de Daniel Ortega eran 29,0%, y sus respectivos negativos de -54,0%, y 17,0% sin opinar.
Semejante cambio a favor en los números personales de Daniel Ortega, puede ser un reflejo de la estrategia de comunicación de su gobierno, y/o, de la efectividad de su gestión cuando se trata de resolver esa multitud de “pequeñas” necesidades de la mayoría de los nicaragüenses, una gestión que se asemeja a la de un “gigantesco alcalde”, y no tanto a la de un jefe de Estado distante en su accionar, encargado principalmente de tomar las grandes decisiones en los temas fiscales y monetarios, que son relevantes en “abstracto”, pero que la gente no los siente de manera inmediata, como cuando el lago crece y el gobierno — entiéndase el presidente Ortega –, atiende a los desplazados personalmente por las inundaciones y las lluvias.
Esto no quiere decir que lo macroeconómico no importe en este gobierno, todo lo contrario (es una de las grandes lecciones aprendidas de la década de los ochenta), pero ese es el tema del segmento minoritario de la sociedad nicaragüense más identificado con lo moderno. Este equilibrio entre disciplina fiscal, programas sociales y tasas de crecimiento económicas satisfactorias, depende sin embargo de varios factores, entre los que se destacan la cooperación venezolana basada en una relación personal entre los dos jefes de Estado, la cooperación tradicional de las multilaterales, en las que inciden de manera decisiva los Estados Unidos y los europeos, todos ellos preocupados por conservar la integridad de la liturgia electoral, y por supuesto las condiciones generales de la economía mundial. De estos factores dependerá si en el próximo quinquenio Daniel Ortega, si fuese reelegido, gobierna con una economía que crece al 5,0% o al 2,0%, con la paradoja que un crecimiento del 5,0%, crea condiciones para una ciudadanía más densa y exigente en sus reclamos económicos y políticos.
La zona gris
En el celebrado ensayo de Thomas Carothers,“The End of the Transition Paradigm”, éste tomó distancia de la escuela de la transición democrática, según la cual, no había “ninguna precondición”, ya fuese socio económica, histórica o cultural, que incidiese decisivamente en la transición democrática, la cual sería exitosa una vez que ésta se iniciase con una secuencia lineal de una sola vía, sin desvíos o estancamientos prolongados, sin importar si era en Polonia, Togo, Uzbekistán, Turkmenistán, Romania, México o Chile[30].
Después de todo, durante los años setenta, ochenta y noventa del siglo pasado, cerca de 100 países iniciaron independientemente de la región geográfica o nivel de desarrollo socio económico, el trayecto de regímenes autoritarios a modos de gobierno más liberales y democráticos, provocando que Samuel Huntington bautizase a este movimiento como “la tercera ola”[31]. Para Carothers, lo socio económico, histórico y cultural demostró ser de gran relevancia en los distintos ritmos de transición democrática, concluyendo que un número de países quedaron prensados en lo que él llamó la “zona gris”, es decir: ni autoritarios en el viejo sentido de regímenes cerrados, sin espacios independientes del aparato estatal, carentes de ejercicios electorales de aún aquellos de legitimidad dudosa; pero tampoco sin ser democracias liberales plenas, caracterizadas por la separación entre los poderes del Estado, rituales electorales impecables, sociedades políticas con legitimidad social y respetuosos de los espacios de la sociedad civil organizada, prensas autónomas del poder político y del poder económico, y Estados neutros y fuertes, capaces de resistir las presiones de la sociedad económica para modificar las reglas que garantizan economías abiertas y competitivas.
Lo dicho no quiere decir que la zona gris no sea mejor que el punto de partida, o inclusive, que no sea un paréntesis prolongado en esa transición democrática que ha resultado ser más compleja y difícil de lo esperado. En el caso de Nicaragua, la involución de los años ochenta fue tan grande y la “recuperación económica” de los años noventa y de la presente década tan débil, que tal vez se sobreestimó la capacidad de la sociedad nicaragüense de avanzar rápidamente y sin tropiezos, en ese continuo lineal de la transición democrática, aunque sobre este tema la discusión no tendrá fin, con más preguntas que respuestas.
Lo que sí está claro es que lo extraeconómico, lo “residual” de los modelos de los economistas, tal como lo señala José Luis Velásquez en su ensayo sobre instituciones y desarrollo (véase pie de página 19),es parte importante de la explicación del desarrollo económico o de la falta del mismo, de países como Costa Rica, Honduras, Nicaragua, o el Congo. El vaivén entre periodos de acumulación y desacumulación es lo que hace que Nicaragua continúe en su dilema perenne, con la expectativa que cuando el presente ciclo de acumulación alcance su punto de maduración y la sociedad se nutra de una masa crítica de ciudadanos, la sucesión de un gobierno personal a uno más institucional, sea fluida, sin provocar la brecha política de Huntington.
En un país con una historia de figuras dominantes, Daniel Ortega se distingue como una de las figuras principales, hasta posiblemente la estelar, de tal manera que durante los últimos 30 años, ya sea como miembro de una dirección revolucionaria colegiada, como líder de la oposición, o como jefe de Estado, él ha ocupado el centro de nuestro quehacer nacional, en una suerte de sistema político Ortega-céntrico. Independientemente de la controversia que sin dudas acompañará su reelección presidencial (en el mejor de los casos de una legalidad dudosa), no se puede negar que Daniel Ortega ha conservado y aumentado su acervo de seguidores, con una variedad de clientes que incluyen a los pobres abrumados por la inmediatez de sus necesidades, entre ellos muchos ex contras y militantes del Partido Liberal Constitucionalista, el partido histórico de los Somoza, y a los empresarios, preocupados por la estabilidad macroeconómica y por la estabilidad política, aun cuando esta última no se obtenga por medio del “arte científico” del buen gobierno. Y dentro de la zona gris de Carothers, Nicaragua parece transitar de un “pluralismo enclenque”, a un modo político de “poder dominante” que toma cuerpo en el “indispensable”, renuente a dejar de serlo, y dispuesto a durar en el mando hasta que su astucia se lo permita. La otra alternativa, la de la sucesión fluida cuando las “condiciones objetivas” estén dadas, sería contrario a lo que Nicaragua ha experimentado en el pasado, sobre todo, cuando tanto poder se acumula en una sola voluntad. Este es el dilema perenne de Nicaragua, y como tal, también será el dilema de Daniel Ortega.
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[1] Véase Mario De Franco, Causas del (de) crecimiento económico de largo plazo de Nicaragua (Managua, Nicaragua: FUNIDES, junio 2011).
[2] Véase Raymond Carr, Spain: 1808-1975 (Oxford: Clarendon Press, Second Edition 1982).
[3] Todas las citas de Aristóteles fueron tomada de La política (Santa Fe de Bogotá, Colombia: Editorial Panamericana, quinta edición, junio de 1998).
[4] Para Madison 51, véase Benjamin F. Wright, editor, The Federalist(New York: Barnes and Nobles Books, 1996).
[5] Para una interpretación más escéptica sobre la influencia de Aristóteles en los pesos y contrapesos constitucionales de Montesquieu y los fundadores de los Estados Unidos, véase J.S. McClelland, A History of Western Political Thought (Londres: Routledge,1996).
[6] Sobre el impacto de las reformas de Carlos III y la “segunda conquista” en los ánimos independentistas de las élites hispanoamericanas, véase John Lynch, The Spanish American Revolution 1808-1826 (Second Edition: W.W. Norton & Company, 1986).
[7] Sobre la conversión de los liberales hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XIX, incluyendo Simón Bolívar, a la causa del orden, véase Arturo J. Cruz Sequeira, Nicaragua´s Conservative Republic, 1858-1893 (London: Palgrave in association with Saint Antony´s Oxford, 2002).
[8] Huntington argumentó que contrario a la América inglesa, donde sus habitantes tuvieron mayor participación en las decisiones de sus gobiernos locales, en la América española las decisiones estaban centralizadas en los consejos del soberano — centralización que se acentuó aún más con los Borbones –, por lo cual, con la independencia, la única autoridad legítima desapareció de golpe, provocando el caos que caracterizó a la mayoría de las republicas hispanoamericanas, al menos en la primera mitad del siglo XIX. Véase, Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies (New Haven and London: Yale University Press, 1968). Sobre el modo borbónico de gobernar, véase Claudio Véliz, The Centralist Tradition of Latin America (Princeton: Princeton University Press, 1980).
[9] Véase Jose Coronel Urtecho, Reflexiones sobre la historia de Nicaragua: De la colonia la independencia (Managua: Colección Cultural de Centroamérica, Serie Histórica 13, 2001).
[10] Sobre las intrigas y conflictos entre las grandes familias y sus clientes en Florencia durante la vida política de Nicolás Maquiavelo, véase Miles J. Unger, Machiavelli: A Biography (New York: Simon and Schuster, 2011).
[11] Para los indiciadores socio económicos de estos años, incluyendo los de las finanzas públicas, número de empleados públicos, los montos invertidos en educación, las inversiones en las redes de telégrafo y ferroviaria como proyectos llevados a cabo por el Estado nicaragüense, y las medidas de gobierno para la promoción de los productos de agro exportación: Véase Arturo J. Cruz Sequeira, Nicaragua´s Conservative Republic, 1858-1893 (London: Palgrave in association with Saint Antony´s Oxford, 2002). También véase James Dunkerly, Power in the Isthmus: A Political History of Modern Central America (London: 1988).
[12] Véase Victor Bulmer-Thomas, The Economic History of Latin America since Independence (Cambridge: Cambridge University Press, 1994).
[13] Véase, International Bank for Reconstruction and Development, Report and Recommendations of the Mission to Nicaragua (Washington DC; April 24, 1951).
[14] Para profundizar en estos números y en la discusión sobre el impacto social de estas tasas de crecimiento y su dependencia en los precios internacionales de los commodities nicaragüenses, véase: Arturo J. Cruz Sequeira, Un relato de medio siglo, 1951-2005: ¿Qué ocurrió con Nicaragua?, estudio realizado para el proyecto Análisis Político y Escenarios Perspectivos, PNUD, Managua, 2005; José Luis Velasquez, Nicaragua: Outcome of Revolutions, Tesis doctoral Departamento de Estudios Latinoamericanos Universidad de Arizona, 1997; Francisco Mayorga, The Nicaraguan Economic Experience, 1950-1984: Development and Exaustion, Tesis doctoral en el Departamento de Economía de la Universidad de Yale, 1986.
[15] Según Barro, cuando los regímenes “no democráticos” expanden moderadamente los derechos políticos de los miembros de su sociedad, esta expansión estimula el crecimiento económico, aunque una expansión acelerada después de la expansión moderada, lo retarda. La obra de Barro fue publicada por The MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1998. Para la hipótesis de Lipset, la que postula “the more well to do a nation, the larger the chances that it will sustain democracy”, véase su ensayo, “Some Social Requisites of Democracy: Economic Development and Political Legitimacy”, in The American Political Science Review, #53 (March 1959).
[16] El argumento de la “fase autoritaria” del desarrollo capitalista de estas sociedades lo exploró
recientemente Robert Kaplan en su ensayo “The Good Autocrat”, en el National Interest, # 114 (July/August 2011).
[17] Alan Knight, autor de la Historia de la Revolución Mexicana (1986), en una entrevista publicada en México en Letras Libres (julio 2010), especulaba que hubiese ocurrido si don Porfirio hubiese manipulado “su sucesión con mas tino”, en vez de resistir la institucionalización de su régimen, lo que significaba trascender su figura. ¿Se hubiese evitado la Revolución mexicana? Obviamente este es un asunto de gran complejidad, lo que no quiere decir que la pregunta no deje de ser conceptualmente provocadora y con aplicación al caso del último Somoza en Nicaragua.
[18] Véase Jose Luis Velasquez, Institucionalidad para el Desarrollo: Una visión de Nicaragua desde la perspectiva política.(Managua:Publicación de FUNIDES, 5 septiembre 2011).
[19] Véase Arturo J. Cruz Sequeira, “One Hundred Years of Turpitude”, New Republic (16 November 1987).
[20] Henry L. Stimson, uno de los grandes de la diplomacia estadounidense, fue enviado presidencial a Nicaragua durante los años veinte del siglo pasado, dándose cuenta una vez en Nicaragua, que entre Conservadores y Liberales no existían diferencias de fondo que afectasen los intereses de su país. Para Stimson, los dos partidos eran la misma cosa, agregados de señores en pugna por adueñarse del raquítico aparato estatal. La guerrilla de Sandino pospuso la decisión de los norteamericanos de ausentarse de manera directa de Nicaragua. Véase su obra American Policy in Nicaragua (New York: Charles Scribner´s Sons, 1927).
[21] Véase Asamblea de Cuadros Rigoberto López Pérez, 21, 22 y 23 de septiembre de 1979,Análisis de la coyuntura y tareas de la revolución popular sandinista (Managua, octubre 1979).
[22] Véase Gobierno de Nicaragua, Estrategia Nacional de Desarrollo (Managua 2002).
[23] Véase Francisco Mayorga, Nicaragua 2010: El futuro de la economía (Managua: Ediciones Albertus, 2008).
[24] Véase Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, Reporte preliminar indicadores básicos de pobreza (Managua, 12 diciembre 2006).
[25] Sobre la base de la hipótesis de Lipset y las investigaciones de Adam Pryeworsky y Fernando Limongi, Fareed Zakaria concluyó que hay una zona económica de “transición democrática” que requiere entre 3 y 6 mil USD per cápita. Fuera de esta zona económica, las probabilidades de consolidación democrática son muy bajas. Véase su obra The Future of Freedom: Illiberal Democracy at Home and Abroad (New York/London: W.W. Norton and Company, 2004).
[26] En el 2010, entre préstamos externos y donaciones, la cooperación tradicional dentro del presupuesto formal fue de 408 millones de USD. Véase International Monetary Fund, Nicaragua: Letter of Intent and Technical Memorandum of Understanding(Washington: April 8, 2011).
[27] Véase David Easton, Esquema para el análisis político(Buenos Aires: Amorrortu editores, Octava edición en castellano 1999.).
[28] Véase Arturo J. Cruz Sequeira, ponencia ante el Central American Working Group (San Salvador: Inter-American Dialogue, FUSADES, FUNDE, 12 mayo 2011). También véase Arturo J. Cruz Sequeira, “Estados Unidos, Centroamérica y elecciones en Nicaragua”, en Estrategia y Negocios (Agosto-Septiembre 2011).
[29] Véase La Prensa (Managua, lunes 25 de julio 2011).
[30] Vease Thomas Carothers, “The End of the Transition Paradigm”, en el Journal of Democracy (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, Journals Division, 13, 1, 2002).
[31] Véase Samuel P. Huntington, The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century (Norman/London:University of Oklahoma Press, 1991).