La nueva política exterior de los Estados Unidos

L. Centroamérica y la Guerra Fría

Las primeras tres décadas

Por 30 años, entre 1947 -cuando se concibió el celebrado plan Marshall- y 1977 -el año de la inauguración de la presidencia de J. Carter- los arquitectos de la Pax Americana consideraron a Centroamérica como su frontera más accesible y fácil de administrar. Por su cercanía a Estados Unidos, los soviéticos la percibieron como intocable y renunciaron de antemano a toda competencia en la región, por lo que ellos mismos denominaron «fatalismo geográfico». En el cálculo de Moscú, la Revolución Cubana fue el accidente feliz, la excepción que confirmó la regla.

Sin presión de la Unión Soviética y con Cuba aislada, Estados Unidos tenía pocos incentivos geopolíticos para acordarse de su frontera centroamericana. Además, si por descuido tenían que enfrentar una crisis inesperada en la región, sus bases en el Canal de Panamá les facilitaban un rápido desplazamiento militar. Con su flanco sur asegurado, Estados Unidos podían dedicarle sus energías y recursos a las fronteras lejanas, donde se estaban librando las grandes batallas de la Guerra Fría.

Los Estados Unidos, en su Doctrina de Contención Global, hacían rotar el valor geopolítico que asignaba a las distintas fronteras, dependiendo de la intensi dad de los desafíos de la Unión Soviética, y de la propia República Popular China. En la década que siguió a la posguerra, la frontera central fue la euro pea; a lo largo de esos 30 años, los Estados Unidos invirtieron en ayuda económica y militar un total de $43.840 millones. En la década de los cincuentas, fue la Península Coreana la que se valoró con la invasión militar de los coreanos del norte. Estados Unidos, además de enviar y mantener tropas fijas en la Península, asignó a Corea del Sur un total de $12.832 millones en ayuda militar y económica durante esos mismos 30 años. También el Japón se benefició de los programas de los Estados Unidos y recibió cerca de$ 4 mil millones de dólares en ayuda económica, aunque para ello tuvo que aceptar una nueva Constitución elaborada por el gobierno de ocupación militar del General D. MacArthur.

La frontera estratégica se trasladó a Vietnam duran te la década de los sesentas, donde los Estados Unidos desembolsaron $23.364 millones en asistencia general hasta 1975, sin contar la ayuda que prestaron a los países fronterizos de Cambodia, Tailandia y Laos, que recibieron conjuntamente $6.800 millones de dólares.

Filipinas logró acumular en esas tres décadas, un total de $2.785 millones en ayuda económica y militar.

La «bonanza financiera» de la Guerra Fría se extendió a los No-Alineados, y entre 1947 y 1977, Yugoslavia recibió de Estados Unidos $2.822 millones. Si compartían fronteras con la Unión Soviética o China, los montos podían ser más generosos, como ocurrió con la India, que con todo y su retórica antinorteamericana, recibió para el mismo período $9.603 millones de dólares. Siempre y cuando existieran razones estra tégicas, la ayuda estaba garantizada: Turquía recibió $7.517 millones en asistencia global; Egipto, Jordania e Irán, recibieron más de $7 mil millones conjunta mente; Israel recibió en esos 30 años $10.122 millones.

Centroamérica, por su parte, incluyendo a Panamá y a los proyectos regionales, sólo recibió en ayuda económica y militar 2.137 millones de dólares. De ese total, Guatemala fue el más beneficiado con $426 millones, mientras El Salvador se conformó con la cantidad menor de $187 millones, regados a lo largo de esos 30 años. En la América española, los favoritos de la Alianza Para el Progreso fueron el Chile de Freí, que hasta la elección de S. Allende había recibido en ayuda económica y militar $1.360 millones, y Colombia, con cerca de $1.500 millones.

Paradójicamente, su proximidad geográfica a Estados Unidos le restó valor geopolítico a Centro América, y la relegó a la categoría de «frontera menor». Más que ayuda directa, durante esos años fue suficiente que Estados Unidos extendiera a los países de la región las ventajas· modestas del comercio y les fijara las cuotas de carne y azúcar.

La doctrina Reagan

El hecho consumado de la Revolución Sandinista en Nicaragua, y la ofensiva guerrillera en El Salvador, se combinaron para que Centroamérica dejara de ser la frontera segura y barata. En el mundo de los años ochentas, Cuba revivió su militancia y la Unión Soviética perdió su timidez en la región, desviándose del principio cardinal de su política centroamericana del «fatalismo geográfico». En los estimados de la Admi nistración Reagan, Estados Unidos había «cedido» en África, »perdido» Irán, y»permitido» Afganistán. Por haber aflojado en las fronteras lejanas, se encontraban amenazados en su frontera cercana.

Fue durante la última década de la Guerra Fría que Centroamérica finalmente adquirió valor geopolítico. Costa Rica, que en el año fiscal 1980, recibió de Estados Unidos un total en ayuda económica de 15 millones de dólares, a finales de 1991 había acumulado 1.385 millones de dólares, de los cuales 999 millones fueron Fondos de Apoyo Económico (Economics Support Funds). Honduras, que en el año fiscal 1980 solamente calificó por la suma de 53 millones de dólares, de los cuales cero fueron en ESF, a finales de 1991 había acumulado $511 millones en asistencia militar, más $1.468 millones en ayuda económica, de los cuales $764 millones fue ron en ESF. Mientras Guatemala, que en el año fiscal 1980 recibió $13.3 millones y cero ESF, en la década del ochenta sumó casi los $1.000 millones de dólares en ayuda económica, con un componente de $433 millones en ESF. El Salvador, que en el año fiscal 1980 recibió $59 millones en ayuda global, que incluían $9 millones en ESF, a finales de 1991 con taba en su haber con $3.100 millones en asistencia económica, de los cuales $1.821 millones fueron en ESF, más los $1.105 millones de dólares en pro gramas de asistencia militar.

Pero además del aumento considerable en los volúmenes de la ayuda económica, Estados Unidos presupuestó a los gobiernos de la región fondos ESF de manera sostenida, y elevó a Centroamérica a una categoría cercana a la de países con valor estratégico, como Israel y Egipto. En enero de 1984, en su informe final, la Comisión Kissinger advirtió que las necesidades financieras de la región habían trascendido los montos tradicionales, que fluctuaban en decenas y en cientos de millones, y por primera vez, se ofrecieron cifras en los miles de millones de dólares, que reconocían la nueva magnitud del desafío centroamericano. Según los estimados de la Comisión, en lo que quedaba de la década, Centroamérica necesitaría recursos externos cerca de los $20 mil millones, sin sumar las necesidades de la excluida Nicaragua.

A lo largo de los ochentas, los centroamericanos no sólo se acostumbraron a la calidad y a la regularidad de los ESF, sino que también a recibir la atención de los altos funcionarios de Estados Unidos, incluyendo la de los políticos más prominentes, muchos de los cuales llegaron a conocer en detalle las intimidades menores de·la política nicaragüense y salvadoreña. Si Centroamérica no fue el punto de inspiración, al menos fue uno de los puntos vitales que llevó a la formulación de la Doctrina Reagan, donde el Presidente de los Estados Unidos estaba dispuesto a invertir su prestigio y su capital político. Todo, con tal de «contener» a la Revolución Sandinista adentro de sus fronteras, y «salvar» a El Salvador del efecto dominó.

A la determinación de Ronald Reagan, sus críticos más serios la descartaron como una «fijación» con países de escasa importancia intrínseca, y por los cuales, Estados Unidos descuidó a «países de verdad», como Colombia, Argentina, Brasil y México. Con Reagan, apuntaban sus críticos -Estados Unidos no tenía política para América Latina, sino que sólo para Centroamérica, y dentro de esa política, un apoyo irrestricto a la llamada Resistencia Nicaragüense. Más aún -afirmaban- si la presidencia de Ronald Reagan pretendía revertir la imagen del deterioro de la postura global de Estados Unidos, Centroamérica no era el mejor lugar para dibujar la raya. Robert Tucker comentó en un artículo de Foreign Affairs (lnvierno 1985): «El león no enseña su fuerza cazando al venado».

El regreso al olvido

Así como la Administración Reagan entró convencida de ir más allá de la Doctrina de Contención, y ganar la Guerra Fría -el equipo de George Bush entró deseoso de curar las heridas políticas entre los demócratas y republicanos, producto del gran debate sobre Centroamérica y del controversial Affaire Irán Contra. Además, con el bloque soviético en crisis y necesitado de su ayuda, Estados Unidos podía desprenderse de sus compromisos en la periferia, puesto que ya no había necesidad de enfrentarse con su enemigo histórico en África, Centroamérica, o en el Lejano Oriente. Según Washington, a Moscú se le podía extraer concesiones directamente -si se quiere, de centro a centro-, y resolver sus conflictos regionales desde Afganistán y Angola, pasando por Cuba, hasta llegar a Nicaragua y El Salvador.

En la nueva correlación de fuerzas, las «hechuras» de ayer -como la Resistencia Nicaragüense- se podían transformar en estorbos para el futuro. Para la Administración Bush, la región dejó de ser un desafío geopolítico, pero se convirtió en un problema domés ico: ¿cómo cerrar decorosamente y con el apoyo de la mayoría de republicanos y demócratas, este capítulo de política exterior en Centroamérica?

La Administración Bush había llegado al convencimiento de que se podía vivir con un sandinismo sin alas ideológicas, abrumado por una economía inser vible, y sobre todas las otras cosas, sin el apoyo de la extinta Unión Soviética. En Nicaragua había que encontrar la manera de re-integrar a la vida política del país a sus antiguos «aliados/clientes» … y en El Salvador, se propusieron apoyar la búsqueda de una solución negociada que reflejara su inmensa inversión de recursos, pero que a fin de cuentas fuera una salida negociada, para lo cual estaban dispuestos a presionar a algunos de sus aliados locales a hacer concesiones importantes.

Ergo, la escogencia de B. Aronson como Secretario de Estado Adjunto para América Latina, un «demócrata
reaganista» con vínculos con el movimiento sindical americano, aunque sin conocimiento del español y sin amplia experiencia en América Latina. Su ventaja comparativa se encontraba en el plano doméstico, en el potencial que ofrecía para forjar un consenso bipartidario entre el Ejecutivo y el Congreso, sobre cómo terminar (o por lo menos minimizar), el rol de Estados Unidos en Nicaragua y en El Salvador.

El impulso de desentenderse de Centroamérica fue pospuesto por la intervención militar en Panamá (1989), y posteriormente por la victoria electoral de doña Violeta B. de Chamorro en Nicaragua (1990). Motivado por el triunfo de la democracia en Nicaragua, y por lo que algunos demócratas y republicanos percibieron corno una victoria inesperada en una de las últimas batallas de la Guerra Fría, Bernie Aronson planteó ante los miembros de la Sub-Comisión de Operaciones Extranjeras en el Senado Norteamericano, que el nuevo Gobierno estaba en capacidad de absorber el volumen de ayuda solicitada y logró que se asignaran a Nicaragua $263 millones durante el año fiscal 1990, de los cuales, $244 millones fueron en ESF.

Panamá fue el otro gran beneficiado, con casi $400 millones en asistencia económica para el mismo año fiscal, de los cuales, $394 millones fueron en ESF. Pero en el caso de Panamá, 1990 fue su último año de bonanza, mientras Nicaragua conservó su puesto en la agenda norteamericana con montos generosos para los años fiscales de 1991 y 1992, los que sumaron $472 millones solicitados por el Ejecutivo, y de los cuales $377 millones fueron en ESF.

Sin embargo, la generosidad con Nicaragua no entró en contradicción con una clara tendencia al olvido: se trataba más bien de un paréntesis -para algunos líderes republicanos y demócratas, el pago de una «deuda moral»- que había que invertir eficientemente. En los años noventas, el valor geopolítico de Centroamérica ha disminuido sustancialmente, y la región está quedando relegada a la categoría de «frontera menor». El ejemplo reciente de Paquistán nos enseña con claridad qué ocurre cuando se pierde la prominencia geopolítica: después de haber sido uno de los países que más dividendos económicos recibió de la Doctrina Reagan, durante los últimos tres años ha quedado fuera de la lista de los que reciben ESF.

El último año de Bush

En las solicitudes del año fiscal 1993, Costa Rica ha regresado a niveles de ayuda parecidos a los de 1980, con un total de $31 millones de dólares, de los cuales solo $1 O millones fueron ESF. En el caso de Panamá las solicitudes llegaron a los $19 millones de dólares, entre los que estaban $1 O millones en ESF. Para Guatemala, la mayoría de los fondos solicitados fueron para el Cuerpo de Paz, para la lucha contra el narcotráfico y sobre todo para los programas PL-80. En el caso de Honduras, su gobierno logró retener un paquete de ayuda económica significativo, para los nuevos estándares, con un total de $92 millones de dólares en solicitudes, incluyendo $30 millones en ESF.

Los países que siguieron contando con el grueso de la ayuda fueron Nicaragua y El Salvador. Para el primero, la Administración Bush solicitó en su último presupuesto 195 millones de dólares, los que incluían $125 millones en ESF. Y corno reflejo del entusiasmo de republicanos y demócratas por los exitosos avances del proceso de paz, para El Salvador se solicitaron $55 millones en Asistencia para el Desarrollo, $30 millones en PL-480 (Title I), y $160 millones en ESF, casi el doble de lo que se desembolsó en ese mismo tipo de fondos en el año fiscal 1992.

Pero a mediados de diciembre de 1992, los $125 millones que fueron solicitados en ESF para Nicaragua, fueron reducidos a $50 millones por la propia Administración Bush. Posteriormente lo mismo ocurrió con el resto de los montos asignados a todos los países de Centroamérica, puesto que los solicitados para América Latina en general, alrededor de $650 millones, superaban por un margen considerable a los $450 millones ~isponibles para todo el mundo, en unearmarked ESF.

Con anterioridad a la sorpresa de diciembre, se estimaba que Nicaragua podía llegar a 1996 contando con cerca de $200 millones anuales, de los cuales los ESF, constituían un componente mayoritario. Inclusive, que hasta podía negociar con la nueva Administración Clinton un aumento en recursos para el año fiscal 1993. Pero en las nuevas circunstancias, el Gobierno de Nicaragua ha quedado reducido a buscar como se le restablecen parte de los fondos recortados y a que se le desembolsen con rapidez (algo que la propia Administración Bush también hubiera hecho), los $50 millones que corresponden a las partidas del año fiscal 1992, y con los que se termina de completar la entrega de los $104 millones de dólares que fueron congelados en mayo del mismo año.

En la primera quincena de Enero del 93, en una de sus últimas presentaciones al Congreso, la Administración Bush entregó las adjudicaciones de Estados Unidos en ESF para el año fiscal 1993, las que quedaron reducidas a las siguientes cantidades:

Como se puede notar en las cifras del cuadro anterior, hasta las adjudicaciones para El Salvador fueron disminuidas, aunque siguen siendo superiores a los $ 85 millones en ESF del año fiscal 1992. A pesar que El Salvador se ha convertido en el país de la esperanza y que mientras su proceso de paz siga vigente, puede ser el único en Centroamérica alrededor del cual se pueda forjar un consenso bipartidario en el Congreso, que le facilite niveles sustanciales de ayuda económica para la reconstrucción de su sociedad.

II. Más allá de la Guerra Fría ¿Una nueva era?

La redefinición del interés nacional

Pero aún en el caso de El Salvador, y en el mejor de los escenarios, los expertos estiman que la ayuda norteamericana seguirá por 2 ó 3 años más. Aspirar a un período de gracia más amplio, equivale a ignorar el hecho innegable de fin de siglo: que Estados Unidos es la única potencia con responsabilidades globales. Sus desafíos son múltiples, y su agenda inmediata está ocupada por lrak, por la amenaza del éxodo haitiano, por la frontera moral de Somalia, por el caso triste de Bosnia, y por el problema de la antigua Unión Soviética, su rival geopolítico de 40 años, que ahora representa una carga adicional y cuyas necesidades son inconmensurables.

Además, estimulada por la filosofía de la nueva Administración Clinton, la población estadounidense de color quisiera ver más recursos destinados al continente africano y, dependiendo del resultado de las elecciones que se llevarán a cabo dentro de 18 meses en África del Sur, puede surgir un nuevo gobierno que le solicite cooperación económica a
Estados Unidos. También está el tema emocional de Viet Nam y lo que implica para Estados Unidos terminar el embargo comercial, para posteriormente establecer relaciones diplomáticas con Saigón.

Pero más allá de una agenda global saturada, los grandes desafíos de Estados Unidos están dentro de sus fronteras continentales. En su capacidad de resolver sus problemas domésticos, en medio de un déficit fiscal proyectado para 1997 (si no se toman medidas correctivas), en 346 mil millones ; y, en redefinir los propósitos de su política exterior, alrededor de un «interés nacional más egoísta», en un mundo donde la geopolítica va quedando subordinada a la geoeconomía.

Lo más probable es que el lugar que Centroamérica ocupará, en esta redefinición, será muy reducido. Como se ha visto, en los últimos cuarenta años su proximidad geográfica sin incentivos geopolíticos tiene poca importancia para Estados Unidos. Y así corno en los años ochentas hubo quejas de que Estados Unidos agobiaban a la región con su presencia «micro-administradora», en los noventas la queja más bien podría ser que no se presta suficiente atención a los vecinos centroamericanos.

Más aún, si llegaran a prestar atención, podría ser para presionar con ternas corno el de derechos humanos y el control de los civiles sobre los ejércitos. Pero a diferencia de los años ochentas, en la última década del Siglo XX, la política exterior de Estados Unidos puede terminar siendo de muchos principios y pocos recursos.

Las ideas de los años noventas

En Estados Unidos se discutirá por años si la Guerra Fría fue inevitable: si el gasto de tantos recursos y esfuerzos fue lo que realmente trajo la desintegración de la Unión Soviética y la transición difícil a la democracia en Europa Oriental. Y corno parte de esta discusión, algunos defenderán la tesis de que el «saldo moral» de sus intervenciones en el Tercer Mundo a raíz de la Guerra Fría fue positivo, mientras otros alegarán lo contrario: que por sus inseguridades, Estados Unidos retardó la aparición de la democracia en muchos de los países de la periferia.

Sin embargo, donde hay muy poca discusión y donde por lo general conservadores y liberales están de acuerdo, es que para Estados Unidos la victoria de la Guerra Fría tuvo un precio muy elevado. La crisis fiscal se atribuye en parte a los inflados presupuestos militares y a los programas de ayuda económica. Inclusive, se considera que el déficit comercial está ligado a transferencias de tecnología y a concesiones comerciales que Estados Unidos hizo, unilateralmente, a sus aliados y clientes, por razones geopolíticas.

Son muy pocos lo que todavía creen que la economía de Estados Unidos es tan robusta «que aguanta todo»: desde la apertura indiscriminada de sus mercados, pasando por la entrada ilegal de cientos de miles de inmigrantes, hasta ser el principal garante de la paz mundial. Más bien, la mayoría de los norteamericanos ahora se preguntan: ¿cómo recuperar su competitividad en la economía mundial?; ¿cómo cerrar la brecha comercial con Japón de casi $50 mil millones en 1992?. Se escuchan nuevas voces, que demandan una reevaluación de la participación de Alemania y Japón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, para presionarlos a compartir de manera más efectiva las responsabilidades del nuevo orden internacional.

A finales del siglo, Estados Unidos se enfrenta a la paradoja de que sus aliados geopolíticos son también sus adversarios económicos. Para ser más competitivos tendrán que reducir sus «costos de transacción» en los litigios legales y en los de gastos médicos, que son el doble (por persona) que en Alemania o el Japón. Deberán invertir en la renovación de su infraestructura económica y en re-entrenar tecnológicamente a su fuerza laboral. Para hacer todo lo dicho, deberán ir más allá del Supply Side Economics, «reinventar el Estado» -para acudir al término de moda de David Osbome-y diseñar una política industrial que les devuelva el vigor perdido a sus industrias manufactureras.

La mayoría de los analistas coinciden en que los demócratas que ganaron las elecciones no son los mismos de los últimos 25 años. Se han «liberado» de los complejos de culpa alrededor de la vieja política exterior de su país, y si bien es cierto creen en un Estado más activo que garantice, interalia, una distribución más justa de la riqueza, también se preocupan por la creación de la misma a través del libre mercado.

Los demócratas de William Jefferson Clinton, no solo están «re-inventando» el Estado, sino también el lenguaje político: al gasto lo llaman inversión, y a la agenda social la han transformado en un programa de revitalización económica que torna en cuenta las necesidades de la clase media, y que filosóficamente obliga al individuo a asumir parte de la responsabilidad por su prosperidad personal.

No hay duda de que el fin de la Guerra Fría fue decisivo en la elección de Clinton. Desde la Convención del Partido Demócrata en 1968 -con la solitaria excepción de J. Carter-, los electores le confiaron el Ejecutivo y la seguridad nacional a un republicano, dejándoles el Congreso y la mayoría de las gobernaturas a los demócratas. Pero también contribuyó el hecho de que Clinton aprendió la «lección de Dukakis» y movió su partido al centro político, dejando al Presidente Bush junto a la derecha de Pat Buchanan, mientras los organizadores de su Convención se encargaron de minimizar el rol de Jesse Jackson y de la izquierda del Partido.

El equipo intelectual de Clinton fue reclutado en el Progressive Policy lnstitute, el brazo pensante del Democratic Leadership Council, donde a partir de su fundación en 1985, después de su derrota electoral de 1984, buscaron refugio los «neo-liberales» del Partido Demócrata, como Al Gore, Les Aspin, Sam Nunn, Dave McCurdy y el propio Clinton. Según los miembros del Consejo, si los demócratas aspiraban a ganar las elecciones presidenciales, tenían que trascender los intereses de sus clientelas cautivas: triunfar en el Sur y recapturar en el Norte a los «demócratas reaganistas». El equipo del Progressive Policy lnstitute armó a su candidato con propuestas concretas para enfrentar los problemas que afectan a Estados Unidos, desde su estrategia en la economía mundial hasta corno lidiar con cuestiones del medio ambiente a través del mercado. Y lo hicieron sin perder la compasión social que ha caracterizado a los demócratas, pero también conscientes de la necesidad de la disciplina económica. Si algo les sobra a los demócratas de los años noventas, libres de las ortodoxias de antaño, son ideas nuevas, reflejo del capital intelectual que acumularon en su exilio político.

A fin de cuentas, Clinton dio la imagen de poseer un «plan para Estados Unidos». Y el electorado en vez de votar por el Presidente Bush, el candidato con las mejores calificaciones para administrar los problemas del mundo, optó por el Gobernador de Arkansas, uno de sus estados más pobres. Un gobernador que se tuvo que enfrentar a las consecuencias del «internacionalismo» de Estados Unidos, es decir, el descuido de la economía nacional, sin el recurso de imprimir dinero o la facultad de emitir bonos del Estado de Arkansas ad infinitum.

¿El futuro de la ayuda externa?

Según los críticos más duros de la vieja política exterior de Estados Unidos, durante la Guerra Fría, sus programas de cooperación externa servían para comprar «lealtades» y evitar que «países clientes» se cruzaran al bando del rival. En este esquema, los criterios para evaluar los usos de la ayuda eran muy amplios, puesto que el motivo primario de la misma, no era el desarrollo económico de los países beneficiados, sino más bien su lealtad geopolítica o al menos su neutralidad.

Pero, sin las distorsiones de la Guerra Fría, las expectativas han cambiado, y hasta los críticos de AID sienten que Estados Unidos podrá ahora ser consecuente con sus principios. Que sus criterios para evaluar los usos de la ayuda serán más estrictos y en función a una nueva filosofía que justifique los programas de cooperación desde la perspectiva sana del desarrollo económico.

Los constructores de la «nueva filosofía», son los críticos que se han sumado a lo largo de los años y que incluyen a demócratas y republicanos, a liberales y conservadores. Por lo general, estos no creen en los ESF, ya sea porque los ligan a la lógica del pasado y a programas de seguridad nacional, o porque son transferencias en efectivo que fundamentalmente benefician a los gobiernos centrales. Además, el Tesoro de la República no da para seguir pagando por las transferencias de estos fondos, a menos que sean para Israel y Egipto, o para aquellos países que capturen la imaginación y el corazón de los norteamericanos.

En el Washington de Clinton, el lema es hacer más con menos. Y se espera que con claridad de propósitos se compense por la disminución en los volúmenes disponibles para ayuda externa. Lo más probable es que Estados Unidos tenga menos participación en programas de estabilización económica y ajustes estructurales y se dediquen más bien a promover la descentralización de las decisiones en los países receptores de su ayuda.

El énfasis del futuro favorecerá a los gobiernos locales a que éstos identifiquen las necesidades sociales de sus comunidades, y por medio de ellos canalizar directamente la ayuda. Las nuevas prioridades fa~ vorecerán a los pequeños empresarios, a que se «democraticen los mercados» en favor del sector informal de la economía urbana, y a que se invierta en pequeños proyectos rurales con un impacto más directo en la calidad de vida de los beneficiados.

Los nuevos programas también beneficiarán a organizaciones de la llamada sociedad civil, sin descuidar los de apoyo institucional, dedicados a mejorar la efectividad de los gobiernos, desde la recolección equitativa de impuestos, hasta el funcionamiento de parlamentos nacionales y el de las cortes encargadas de impartir justicia. En las palabras de Richard MacCall -del Staff por la mayoría en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, no basta con «trickle down democracy«; hay que fomentar nuevas formas de participación ciudadana que complementen los mecanismos de elecciones nacionales. Clinton prometió fortalecer el Cuerpo de Paz, fundar los «cuerpos de Ja democracia» y continuar apoyando la National Endowment for Democracy.

Donde hay dudas, es sobre el futuro de AID, sobre su capacidad de superar la lógica de la Guerra Fría y adoptar nuevas ideas. Según uno de los miembros de lo que fue el equipo de transición en el Departamento de Estado: » … su propósito original (el de AID) cuando fue fundada por la Administración Kennedy por Orden Ejecutiva, era de servir como una de las principales agencias para combatir el comunismo. El alivio de la pobreza ocupaba una función secundaria, como continúa siendo el caso. Y a pesar del fin de la Guerra Fría, la mentalidad de la misma sigue dominando su burocracia y representa uno de los mayores obstáculos a ideas innovadoras con las cuales enfrentar las realidades de un mundo nuevo».

Junto a esta búsqueda de ideas frescas y de elaborar una justificación más sana para los programas de ayuda externa, también hay un sentido más realista de lo que es posible lograr en el Tercer Mundo con la cooperación de países ricos. Según este enfoque, hay naciones que no reúnen las condiciones para ser exitosas, y no hay «ninguna ley» que garantice el desarrollo económico de todos los países de Centroamérica. La impresión de que Nicaragua es recurrentemente «un país problemático», ha llevado a algunos demócratas y republicanos, apercibir1a «como un paciente crónicamente enfermo», que logra pocos mejoramientos de la ayuda que recibe. En contraste, sobre el caso exitoso de Costa Rica lo que se piensa es que ya se acerca el momento de su «graduación» como país capaz de conjugar la estabilidad política y el desarrollo sostenible, que puede prosperar en base a su turismo ecológico, su mano de obra calificada y sus exportaciones no-tradicionales.

III. La Administración de W. J. Clinton

Los nombramientos tardíos

En el Departamento de Estado, la dirección del equipo de transición para América Latina fue puesta en manos de Jim Cheek, quien en los años de R. Reagan estuvo relegado a Nepal, a Etiopía como Encargado de Negocios y finalmente a Sudán como Embajador. Originario de Little Rock y con credenciales liberales impecables, se pensó que podía ser el sustituto de B. Aronson. Más aún, por ser diplomático de carrera y un antiguo latinoamericanista, llenaba una de las aspiraciones de la burocracia: tener a uno de los suyos como Secretario de Estado Adjunto para América Latina. De los últimos tres jefes del Buró, Thomas Enders era diplomático de carrera, pero no se le consideraba un especialista en la región; entre tanto, E. Abrams como B. Aronson, conceptualistas de primer orden, fueron nombramientos políticos.

Posteriormente se pensó en Mario Baeza, un joven abogado cubano-americano de color, con experiencia en privatizaciones de compañías estatales en América Latina. Su candidatura fue apoyada por Vernon Jordan quien participó junto a Warren Christopher en la transición. Sin embargo, surgió el veto de la Fundación Cubano-Americana, la que puso en duda sus convicciones anti-castristas. Para algunos analistas, el simbolismo de un cubano de raza negra, encargado de la posición más alta para América Latina en el Departamento de Estado, podría haber tenido un gran impacto simbólico entre la gente de color de la Isla.

Anteriormente a Baeza, la Fundación demostró su músculo político cuando logró «garantías» del candidato Clinton de que Robert Pastor no sería nombrado a ninguna posición que tuviera que ver con Cuba, por haber éste sugerido que el apoyo de Clinton a la Enmienda Torricelli era una necesidad electoral, que no reflejaba sus verdaderas inclinaciones. La Fundación apoyó la candidatura de Clinton, cuya campaña aspiraba a ganar buena parte del voto de los cubanos y acarrear Florida a su favor. No lograron hacerlo en 1992, pero esperan hacerlo en 1996.

El nombre de Sally Shelton surgió corno una tercera posibilidad. Ocupó el cargo de Embajadora de la Administración Carter en Barbados, trabajó con el Senador Lloyd Bentsen (ahora Secretario del Tesoro) ha estado asociada con la banca comercial y tiene mucha experiencia en el tema regional. Finalmente, en la primera semana de marzo se designó a Alexander Watson, diplomático de carrera, ex-Embajador en Perú durante la presidencia de Alan García y encargado para asuntos latinoamericanos en la Misión de Estados Unidos de Naciones Unidas durante la gestión de Thomas Pickering, a la posición máxima en el Buró Latinoamericano del Departamento de Estado. Su nombramiento dejó satisfecho al cuerpo diplomático de carrera y representó la superación del «hábito centroamericano». Algunos en Washington han sostenido que uno de los requisitos que tiene que llenar el nuevo Secretario de Estado Adjunto para América Latina es que no sea un centroamericanista; que llegó el momento de tener una política para los países mayores en la región.

Mientras se normaliza este nombramiento con el Senado, B. Aronson ha continuado desempeñándose como Secretario de Estado Adjunto para América Latina, y ha contado con el apoyo del Vice-Presidente Al Gore, entre otras cosas, para el manejo eficiente de la prevención del «éxodo haitiano» y la posibilidad de un nuevo «Mariel».

Entre los primeros candidatos para la posición clave de Secretario Adjunto para Derechos Humanos, se encontraba Joshua Muravchik, uno de los autores intelectuales de la Doctrina Reagan, vinculado a la Embajadora J. Kirkpatrick y uno de los «neo-conservadores» más destacados. Sin embargo, John Shattuck, antiguo Director de la Oficina en Washington de una de las organizaciones más liberales en Estados Unidos, la American Civil Liberties Union (ACLU) y profesor de Derechos Humanos en la Universidad de Harvard fue finalmente designado para esta posición.

Además de estos dos nombramientos, en la primera semana de abril faltaba por llenar la posición de Administrador de AID. Se pensó en R. Shifter, Secretario de Estado Adjunto para Derechos Humanos durante la presidencia de R. Reagan y arquitecto de la alianza entre los «neo-conservadores» y los demócratas de Carter alrededor de Bill Clinton. La lista de candidatos para AID ha quedado reducida a Ruth Harkin (esposa del Senador Harkin de lowa y a M. McHugh. La primera tiene acceso personal al Presidente Clinton, y está asociada a la firma legal de Bob Strauss, uno de los grandes dirigentes del Partido Demócrata. El segundo fue uno de los congresistas de la Delegación del estado de Nueva York y miembro de la Comisión de Adjudicaciones de la Cámara de Representantes. Algunos analistas estiman que el encargado para América Latina podría ser Richard MacCall, Secretario de Estado Adjunto para Organismos Internacionales durante los años de J. Carter, ahora del equipo del Senador Sarbanes, e involucrado en la búsqueda de una nueva filosofía para AID.

A Richard Feinberg se le nombró responsable para América Latina en el Consejo de Seguridad. En el departamento de Estado de Cyrus Vanee, Feiberg colaboró con Anthony Lake en el Departamento de Planeamiento de Políticas (Policy Planning). Recibió su doctorado en economía de Stanford, se desempeñó corno Presidente del Overseas Development – Council en Washington y últimamente corno Director del Diálogo lnter-Americano. Es simpatizante de las reformas mexicanas y en el marco del gobierno de Patricio Aylwin, ha descubierto las virtudes del modelo económico chileno. Muy conocedor de los asuntos centroamericanos, fue miembro de la Comisión Internacional para la Recuperación y el Desarrollo de Centroamérica (ICCARD), conocida también como la Comisión Sanford.

El cargo de R. Feinberg puede ser de gran actividad, corno fue el caso de R. Pastor en la gestión de Z. Brzezinski, sobre todo, si el rol de A. Lake llega a reflejar la inclinación natural del Presidente Clinton de asumir sus propias iniciativas y entenderse bien con hombres de ideas. Por su parte, Warren Christopher no se ha caracterizado por ser hombre apegado a doctrinas, y se espera que más bien se dedique a administrar de manera efectiva los asuntos diplomáticos del Departamento de Estado y a participar en procesos que involucren negociaciones, que es una de sus fortalezas.

Warren Christopher actuó como el segundo del Departamento de Estado de J. Carter y mostró su renuencia al uso de la fuerza militar, no solo por considerarlo un recurso inmoral, sino también por ser contraproducente. Posteriormente, publicó un importante manuscrito donde por su título revelaba sus preferencias: «La diplomacia, el imperativo descuidado».

A. Lake, por su parte, fue uno de los críticos más imaginativos de la política exterior de Estados Unidos en la Guerra Fría y cuestionó los supuestos globales sobre los cuales Estados Unidos actuaba en el Tercer Mundo, alegando que estos supuestos no tomaban en cuenta las particularidades de cada región. Uno de sus últimos libros fue un reflejo del «hábito centroamericano», Somoza Falling (1989), donde se analizan críticamente los procesos de toma de decisiones en Washington ante una crisis en política exterior.

El portafolio de Defensa le tocó a Les Aspin, tal vez el más talentoso del gabinete y dispuesto a incursionar -como lo hizo en su época Robert MacNamara-, en todos los aspectos de la política exterior de Estados Unidos. Un ejemplo del «activismo» de L. Aspin, fue su decisión de crear un nuevo cargo en el Departamento de Defensa: Secretario Adjunto para la Democracia y los Derechos Humanos. Un fuerte candidato para este cargo es Morton Halperin, cuya carrera se inició con Henry Kissinger en la Casa Blanca, en tiempos de Richard Nixon, para después convertirse en un estudioso de las actividades de la CIA, y Director de la Oficina en Washington de American Civil Liberties Union.

En la Central de Inteligencia fue nombrado Director James Woolsey (entre los neo-conservadores del nuevo gobierno), con la misión de reducir la Central a una unidad de análisis y con el encargo prioritario de obtener información sobre los peligros nucleares en los territorios que componían la Unión Soviética.

El Congreso

En las elecciones de 1992, de un total de 435 miembros de la Cámara de Representantes 112 salieron electos por primera vez. Entre los nuevos congresistas, 24 son mujeres, 16 africanoamericanos y 8 hispanos, de los cuales 2 son cubanoarnericanos. En el Senado, 10 fueron electos a su primer término, de los cuales 4 son mujeres, incluyendo una de color. En la Cámara, la relación entre demócratas y republicanos es de 3 a 2 a favor de los primeros, y en el Senado, los demócratas cuentan con 57 asientos y los republicanos con 43. Algunos expertos consideran que alrededor de un tercio de los congresistas demócratas son «izquierda liberal», y se cita corno ejemplos al señor Dellums de San Francisco, Gerry Studds, Joe Kennedy o Barney Frank (los últimos tres de Massachussetts).

En este nuevo Congreso, el estado de ánimo de la Cámara de Representantes (el mood), es «raro» y el liderazgo ya no puede contar con el apoyo automático de los miembros. En el caso de los Select Committees que fueron creados en los años setentas y ochentas, sin derecho a legislar pero con el fin de hacer recomendaciones en cuanto a problemas corno el de los narcóticos, la niñez, el hambre y la vejez, el liderazgo deseaba autorizarles fondos por 2 años adicionales, mientras Lee Hamilton (uno de los miembros más antiguos en el Congreso) presidía un grupo de estudio para determinar finalmente que hacer con ellos. Sin embargo, cuando llega el momento de votar sobre esta iniciativa para la Comisión de Narcóticos, los republicanos en cuerpo votaron en contra, y cerca de un tercio de los demócratas hicieron lo mismo.

En 1974, después de la experiencia de Watergatey el trauma de Viet Nam, los congresistas que entraron en ese año exigieron democracia en las decisiones en el seno de la institución y le restaron poder a los presidentes de las comisiones. Inclusive alegando la necesidad de descentralizar, se formaron nuevas comisiones, y para evitar que resurg_iera la «presidencia imperial» el Congreso aumentó considerablemente sus funciones.

En 1992, la exigencia de los nuevos miembros más bien es reducir el tamaño del staff del Congreso, recortar los gastos y hacerlo más eficiente. La nueva orientación es centralizar las decisiones, eliminando comisiones corno las mencionadas anteriormente y consolidando varias sub-comisiones en una sola. En la Comisión de Asuntos Internacionales de la Cámara de Representantes, se propuso juntar a las subcomisiones de Africa y del Hemisferio Occidental. Pero a esta propuesta, se opuso exitosamente el grupo de congresistas negros.

Entre los nuevos miembros del Congreso hay una gran preocupación por los males que agobian a Estados Unidos: desde sus ciudades olvidadas, hasta como aumentar las exportaciones de manufacturas norteamericanas. Cuando piensan en América Latina (además de las áreas verdes del Brasil y las drogas en los países andinos), están pensando en los países grandes y en mercados para sus productos. América Latina representa 300 millones de consumidores, casi la misma población del antiguo bloque soviético, con una reserva de capital que ha sido estimada 3 veces mayor que su deuda externa.

Pero a la misma vez, hay un fuerte impulso proteccionista. El congresista George Brown de California, en su crítica del tratado de libre comercio entre Estados Unidos y México, alegó que cuando Portugal y España entraron en el Mercado Común Europeo, la diferencia salarial entre ellos y los países más avanzados no pasaba de 4 a 1. Sin embargo, la diferencia salarial entre Detroit y Monterrey puede llegar a ser de 20 a 1. Más aún, en una primera ronda, México tendría que importar bienes de capital de Estados Unidos. Pero, ¿qué ocurriría en la segunda ronda, cuando México esté en la capacidad de reexportar a Estados Unidos bienes de consumo?

Ahora muchos líderes del Partido De­mócrata expresan preocupación sobre aspectos como los derechos hu­manos, problemas electorales, el medio ambiente y la situación de los trabajadores mexicanos en las em­presas maquiladoras, y señalan que todos estos problemas existían mientras la Administraci6n Bush negociaba con el gobierno mexicano el Acuerdo de Libre Comercio.

Entre los cambios importantes en el nuevo congreso está la presidencia de la Comisión de Asuntos Internacionales de la Cámara de Representantes. A Dante Fascell, de Florida, lo sustituye Lee Hamilton (quien hasta ahora no ostenta ninguna agenda ideológica en particular) y Benjamín Gilman, un republicano moderado de Nueva York, queda como líder de la minoría dentro de la Comisión. El número dos de L. Hamilton en la Comisión en pleno, es el congresista demócrata S. Gejdenson de Conecticutt, cuyo equipo tiene la reputación de estar en el sector más liberal del Partido. Uno de los miembros anteriores más destacados de la Comisión, S. Solartz, no resultó reelecto en las primarias de su Partido.

La Sub-Comisión para el hemisferio occidental sigue en manos de Robert Torricelli, de Nueva Jersey, y el nuevo líder de la minoría en sustitución de Lagomarsino, es C. Smith, también del Estado de Nueva Jersey. Entre los 8 miembros de la mayoría se encuentra S. Gejdenson y entre los 5 miembros de la minoría están los cubanoamericanos Lincoln DíazBalart e lliana Ross-Lohtinen.

Dentro de la Comisión de Adjudicaciones en la Cámara de Representantes está la Sub-Comisión de Operaciones Extranjeras, donde se dis cuten los niveles de ayuda externa, han ocurrido cambios de gran impor­tancia: por parte de los demócratas, M. McHugh de Nueva York, L. Smith de Florida, B. Alexander de Arkansas, y William Lehman de Florida, ya no están en el Congreso; y P. Visclosky de Indiana se transfirió a la Comisión de Defensa. Sus sustitutos en la Sub­ Comisión son considerados de los sectores mas liberales del Partido: Nita Lowey de Nueva York, Nancy Pelosi de San Francisco, José Serrano de Nueva York, líder del grupo de congresistas hispanos, Esteban Torres de California del Sur, ex-embajador de J. Carter en UNESCO, y O. Oliver de Massachussetts. Los otros dos demócratas son C. Wilson de Texas (uno de los más conserva­dores del Partido) y S. Yates. La Sub-Comisión aún está presidida por D. Obey de Wisconsin, uno de los más liberales del Partido Demócrata. El nuevo líder de la bancada republicana es B. Livingston de Lousiana, con una agenda política parecida en muchos aspectos a la del Senador Jessee Helms de Carolina del Norte.

El senador C. Pell continúa de presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, donde participan por la mayoría senadores con la fuerza de P. Sarbanes de Maryland, D. Monyhan de Nueva York y J. Kerry de Massachussetts. El líder de la bancada republicana es J. Helms de Carolina del Norte, seguido por el senador R. Lugar de lndiana.

En la Sub-Comisión para el Cuerpo de Paz y el Hemisferio Occidental, por la mayoría sigue de presidente el Senador C. Dodd, con el Senador Lugar como jefe de la minoría.

En la Sub-Comisión de Operaciones Extranjeras del Senado (también dentro de la Comisión de Adjudicaciones), el Presidente de la Sub-Comisión sigue siendo el Senador P. Leahy de Vermont y el líder de la bancada republicana en la Comisión de Adjudicaciones en pleno es el Senador M. Hatfield de Oregon, uno de los más liberales en el Partido Republicano. Tanto en la Cámara como en el Senado, los miembros de la Comisión de Adjudicaciones (usualmente tiene que ser más de uno), pueden objetar por escrito en los primeros 15 días a las «notificaciones» del Ejecutivo, donde se le informa a las comisiones interesadas que el Tesoro de la República está por desembolsar la ayuda previamente aprobada por el mismo Congreso a los países receptores.

IV. Conclusiones

Después de 40 años de Guerra Fría, Estados Unidos es un país en transición, ansioso de mirar hacia adentro y enfrentar su agenda doméstica para prepararse a competir económicamente con sus antiguos aliados geopolíticos. Incluso, se podría decir, que hay un impulso aislacionista muy fuerte en el que coinciden liberales y conservadores. El sentimiento de «que hay que hacer algo», prevalece entre la mayoría de los norteamericanos y psicológicamente, muchos parecieran estar listos a aceptar una mayor participación del Estado en la vida económica de la Nación.

La política de Estados Unidos hacia Centroamérica en los años ochentas, es un buen ejemplo de la «vieja lógica» de la Guerra Fría. Hay un creciente cansancio con la región, y en lo que respecta a América Latina, se dedicarán más energías a los países mayores. La Administración de W.J. Clinton, a pesar de la oposición que puede encontrar en su propio Partido, probablemente seguirá apoyando la apertura comercial con México y los acuerdos bilaterales con Chile, Colombia, Argentina y Venezuela. Bajo este esquema, algunos observadores estiman que el equipo de política exterior de Clinton podría caer en la «tentación mexicana»: tratar de persuadir a sus gobernantes a que asuman «mayores responsabilidades regionales», y dejar que México asuma un rol mayor de cara a Centroamérica. Esto sería una «versión liberal» de la antigua Doctrina Nixon.

No se debe esperar grandes diferencias en el equipo de política exterior del Presidente Clinton, como las que ocurrieron entre el Consejo de Seguridad y el Departamento de Estado durante la presidencia de J. Carter. Después de todo, las diferencias en doctrina no cuentan tanto como en los tiempos de la vieja Unión Soviética, y los temas de carácter comercial no despiertan las mismas pasiones que «la defensa del Mundo Libre». Tanto W. Christopher como A. Lake, son del mismo Departamento de Estado de J. Carter, y sus temperamentos se prestan a una división del trabajo armoniosa: el primero se siente a gusto en la administración diplomática y en negociaciones prolongadas; el segundo prefiere concentrarse en el diseño de iniciativas.

Lo más probable es que en el futuro los centroamericanos se quejen del olvido de los Estados Unidos. Y si pretenden atraer la atención de los norteamericanos de manera positiva, más que emplear cabilderos que conozcan el nuevo Washington, los centroamericanos deberán ser los protagonistas de una buena obra de gobierno. También tendrán que adaptarse a la nueva filosofía de AID y hacer trabajo de hormiga en las sub-comisiones del Congreso encargadas de adjudicar la ayuda económica. Pero más que todo, tendrán que aprender a vivir sin los elevados montos de los años ochentas, sin el trato preferencial de los ESF, y sin los privilegios comerciales que fueron producto de las preocupaciones geopolíticas de la década pasada.

La prioridad de los centroamericanos de cara a la rehabilitación de sus economías exportadoras, deberá ser la de asegurar la remoción de obstáculos al mercado de Estados Unidos, persuadiendo a los formuladores de política exterior que trade puede ser el sustituto apropiado para aid en esta nueva era. Al fin y al cabo, Centroamérica necesita generar sus propias divisas en base a su producción, y generar oportunidades de empleo en base a sus inversiones y a las que se puedan atraer del exterior. Pero eso difícilmente será posible sin una determinada voluntad americana de abrir sus mercados a la producción de América Central.