Estados Unidos y Centroamérica: La era del comercio

Con el fin de la Guerra Fría, somos testigos del aparente fin del negocio de la geopolítica y del surgimiento de la nueva preocupación de Ios norteamericanos con  los asuntos  de  la  geoeconomía.   En  efecto,  sus expertos en seguridad nacional -como Alan Tonelson o Edward Luttwak- han reorientado sus energfas intelectuales, y se han dedicado a escribir sobre la seguridad economía de los Estados Unidos. En sus ensayos más recientes, estos autores han destacado la «amenaza comercial que, supuestamente, representan Japón y Alemania, los que, todavía hace cinco años, eran sus aliados geopolíticos en su rivalidad con la antigua Unión Soviética».

Y de la misma manera que, en décadas pasadas, estos mismos expertos en seguridad nacional vivían obsesionados por determinar el numero de misiles, tanques y aviones militares que formaban parte del arsenal del ejercito soviético, hoy viven preocupados por comparar los índices de productividad de su fuerza laboral, o el número de patentes que sus industrias registran cada año, o sus tasas de ahorro y de inversión, con las del Japón y Alemania. Si se quiere, han sustituido a los rivales, y la competencia militar, la han sustituido con Ia competencia económica.

Hasta Foreign Affairs, la revista donde por medio siglo se han publicado los más celebrados ensayos en el tema de la diplomacia norteamericana, ha tenido que adaptarse al mundo de la geoeconomía y de la competencia económica. En sus paginas se discute el tema del deterioro de la economía de Estados Unidos, y la supuesta falta de competitividad de sus industrias manufactureras en su propio mercado, así como en los mercados internacionales. Inclusive, en su publicación de mayo/junio de 1994, ocurrió algo que hubiese sido impensable durante la década de los 80: sus principales artículos fueron los de Roger Altman y Jagdish Bhagwati, alrededor de la relación comercial entre Estados Unidos y Japón, mientras el ensayo de Henry Kissinger sobre la Doctrina de Contención, fue relegado a los del montón, en la periferia de la revista.

Se pudiera argumentar que, por más de una  década, se viene formando entre las élites  norteamericanas un nuevo consenso según el cual, los  achaques económicos de Estados Unidos son el resultado  de 40 años de «internacionalismo excesivo y de Guerra  Fría». ¿Acaso la defensa del mundo libre, desde el Plan  Marshall hasta la guerra del Golfo Pérsico, no tuvo un  precio elevadísimo? ¿Y acaso no es justo que ahora le  toque al Mundo Libre -libre gracias al Tesoro y a los  sacrificios de Estados Unidos- encontrar la manera de  recompensar a su antiguo protector?  

De acuerdo a la lógica anterior, los promotores  de este nuevo consenso se sienten con licencia para  defender agresivamente lo que perciben como el «interés nacional», sobre todo en asuntos comerciales, alegando  que ahora le toca a las otras naciones abrir sus mercados, como Estados Unidos lo hizo entre los años 50 y principios de los 70. En el futuro, como lo ha repetido en  numerosas ocasiones el Embajador Michael Kantor,  Representante Comercial de la Administración Clinton,  Estados Unidos ya no está dispuesto a hacer concesiones  unilaterales de ninguna clase: el chantaje geopolítico de  la Guerra Fría se terminó. Y, tampoco, están dispuestos a  subordinar sus intereses comerciales al chantaje  comercial de la Agenda Norte Sur.  

Este ensayo se concentra en los Estados Unidos  de los 90 y en su posible relación con los países del Istmo  Centroamericano. El supuesto en el cual descansa para su desarrollo es elemental: Estados Unidos no tiene una  política exterior específicamente diseñada para estos  países: el peso de la región no lo amerita. Es desde su  posición global, definida por sus relaciones con los países  poderosos o potencialmente poderosos, que se desprende  la política de Estados Unidos hacia Centroamérica. En la  era de la geopolítica, como se verá a continuación, la  importancia regional fluctuó dependiendo de la  intensidad de la rivalidad con la Unión Soviética. Y en la  era del comercio, como pretendo demostrar en el resto del  trabajo, la relación dependerá de los déficit comerciales  de Estados Unidos con el Japón, del éxito de los nuevos  vínculos comerciales con México y, sobre todo, del  estado de ánimo -the mood- de la mayoría de la  ciudadanía de Estados Unidos con su futuro económico.

La era de la geopolítica  

Durante los años de la post-guerra, la política exterior de  Estados Unidos fue marcada por su rivalidad con la  Unión Soviética. Y todos los aspectos de sus relaciones  con otras naciones, se subordinaban a lo que ellos  percibían como los impulsos expansionistas del sistema  soviético, un híbrido fatal de ideología y de tradición  imperial, que conformaba un expansionismo sin límites,  poseído de una vocación universal.

Estados Unidos, lleno de voluntad, de recursos  propios y de una hegemonía sin precedentes en la  economía mundial, reaccionó ante semejante desafío con  la elaboración e implementación de una Doctrina de  Contención Global. Según el principio vital de la misma, no existía región en el mundo, sin importar su lejanía o su  irrelevancia económica, que potencialmente no fuese de importancia estratégica para el interés nacional de  Estados Unidos. Todo dependía de los movimientos de la  Unión Soviética y de sus clientes. Si Moscú demostraba  interés por la frontera X, a miles de kilómetros de la costa de California, y sin otro recurso natural que miles de  millas cuadradas de selva, automáticamente la frontera X  adquiría valor en los ojos de Washington. Luego que, a  lo largo de más de 40 años de Guerra Fría, se hubiese conformado un mercado de la geopolítica en el  cual se cotizaban los  valores de las múltiples  fronteras dependiendo,  fundamentalmente, del interés soviético y de  la intensidad de la  rivalidad.  

Aunque consistente con el principio  vital de la Doctrina de  Contención, en el caso

de Centroamérica fue su vecindad a Estados Unidos lo  que le restó valor geopolítico. La intimidad geográfica  entre Centroamérica y Estados Unidos llevó a la Unión  Soviética a auto-excluirse de competir en la zona,  reconociendo un sentido del «fatalismo geográfico». Ni  siquiera la Revolución Cubana cambió substancialmente  esta percepción, puesto que, para los soviéticos, Cuba no  dejó de ser por mucho tiempo el accidente feliz, el  resultado de un momento de descuido fatal. Inclusive, la  Unión Soviética, en la mayoría de los casos, no compartió  el proyecto fidelista de sembrar focos guerrilleros a lo  largo de la América Española, y hasta miraron con cierto  deleite el fracaso de los mismos.  

En las primeras décadas de la Guerra Fría, la  preocupación de Estados Unidos se centraba en las  fronteras europeas y en otras fronteras lejanas como las  de la Península Koreana, el propio Japón, las Filipinas y,  por supuesto, Vietnam, junto con los países vecinos de  Tailandia, Laos y Camboya, además de la India, Turquía,  Irán, Jordania, Egipto e Israel. Entre 1947 y 1977, los  años de la inauguración del Plan Marshall y de la  presidencia de Carter, este conjunto de países recibió de  Estados Unidos cerca de $131 mil millones en asistencia  económica y militar, sin contabilizar los diversos  beneficios debido a preferencias comerciales y por  acuerdos de transferencias de tecnología.  

En contraste, en esos mismos 30 años,  Centroamérica y Panamá sólo recibieron $2.137 millones  en asistencia económica y militar, o sea, un promedio  anual de $70 millones para toda la región. En esos años,  la Alianza para el Progreso le dio prioridad a Colombia y  a Chile. Antes de 1970, la ayuda de Estados Unidos a  estos dos países suma $3 mil millones.  

Fue en la década de los 80, la última década de  la Guerra Fría, cuando Centroamérica se cotizó en el  mercado de la geopolítica. Si en las fronteras lejanas de  África, Irán y Afganistán, los soviéticos lograban  avanzar, también lo lograron en Centroamérica, donde  Estados Unidos se tuvo que enfrentar al hecho  consumado de la Revolución Sandinista y a la ofensiva  guerrillera en El Salvador.  

Los cubanos fueron los primeros en revivir su  militancia en la región y, ante las ventajas de una  presencia significativa en tierra firme y acceso a las aguas  del Pacífico, la Unión Soviética de Brezhnev decidió por  reconsiderar su sentido del «fatalismo geográfico» y  estableció vínculos económicos y militares con Nicaragua, que duraron hasta 1990, cuando todavía gobernaba Gorbachev.

Entre los años fiscales 1981 y 1991, Estados Unidos le otorgó a los  países del Istmo (excluyendo Nicaragua y Panamá), más de $9 mil millones en  ayuda económica y militar, de los cuales,  cerca de $4 mil millones fueron otorgados  en los tan deseados Economic Support Funds (ESF), los que además de ser

desembolsados de manera inmediata, sin estar atados a  proyectos específicos, también tenían la ventaja de poder  ser utilizados para cubrir los gastos ordinarios del  gobierno central y aliviar sus presiones de balanza de  pagos.  

En los 80, no sólo fueron los volúmenes de  ayuda los que aumentaron dramáticamente sino que,  también, la calidad de la ayuda mejoró notablemente.  Con los desembolsos de los ESF, Estados Unidos ubicaba  a Centroamérica en la lista de países estratégicos, junto a  Israel y Egipto. Más aún, ante la Revolución liderada por  Bishop en la pequeña isla caribeña de Grenada, la  Administración Reagan reaccionó, entre otras cosas, con  la iniciativa de la Cuenca del Caribe, otorgándole  preferencias comerciales a los países del Caribe y de  Centroamérica.  

En el mundo de los años 90, sin la amenaza de la  Unión Soviética, el mercado de la geopolítica ha perdido  valor. Los niveles de ayuda norteamericana han  disminuido substancialmente, y Centroamérica ha  regresado a su lugar tradicional de frontera menor. En el  año fiscal de 1994, en el primer presupuesto de la  Administración Clinton, Costa Rica, Guatemala, Honduras y Panamá fueron excluidos del presupuesto de Economic Support Funds. Mientras, la Nicaragua de  doña Violeta Barrios de Chamorro y El Salvador  terminaron recibiendo, en Economic Support Funds,  cifras menores a las originalmente programadas. De los  $48 millones en ESF solicitados por Nicaragua, sólo  fueron aprobados $1 O millones; mientras que, de los $90  millones en ESF solicitados para El Salvador, sólo  quedaron $45 millones.  

Los recortes en ESF para Nicaragua y El  Salvador fueron de una magnitud significativa, sobre todo  si se toma en cuenta que, entre los años fiscales 1990 y  1993, el gobierno de Nicaragua recibió de ESF un exceso  de $600 millones; mientras, El Salvador recibió en ese  mismo período y en esos mismos fondos más de $500  millones. Para los otros países de la región, su exclusión  del presupuesto de ESF fue menos dramático, puesto que  sus gobiernos, a partir del año fiscal 1992, se empezaron  a ajustar al olvido norteamericano, reconociendo que  Nicaragua y El Salvador eran los dos casos especiales de  la política exterior de Estados Unidos, los remanentes de su política de la década de  los 80. 

Pero, además de la falta de incentivos  geopolíticos, los recortes en los niveles de  ayuda a Centroamérica también obedecían  a las presiones fiscales de la economía  norteamericana y a un reordenamiento en  las prioridades geográficas de la política  exterior de Estados Unidos. Obviamente,  existen áreas de mayor relevancia como la  de los antiguos países socialistas en Europa, Africa del Sur, y el territorio autónomo de los  palestinos. Y si en el año fiscal 1990, a Latinoamérica y  el Caribe se les asignó $2.100 millones en asistencia  económica, en el año fiscal 1994, los montos fueron  disminuidos a $770 millones. Para el año fiscal 1995, en  su primera solicitud al Congreso, la Administración  Clinton solamente le asignó a Centroamérica y Panamá  $250 millones en ayuda económica (aunque se debe  advertir que estos montos siguen representando más de un  tercio de la ayuda total para Latinoamérica y el Caribe).  Mientras, en el caso particular de Costa Rica, en el año  fiscal 1995 sólo se le asignó $8 millones en ayuda  económica, una cantidad inferior a los $15 millones del  año fiscal 1980, un año antes de que la región se  valorizara geopolíticamente.  

La paradoja de los 90: Estados Unidos Inc.  

Los años 90 se nos presentan envueltos en una paradoja:  es en su momento de mayor poderío militar cuando los  ciudadanos de Estados Unidos se sienten más inseguros  de su futuro económico. Y sin los desafíos del  comunismo, se encuentran abrumados por una nueva obsesión: ¿hasta dónde son capaces de ganarse la  vida como nación, en una economía mundial  extraordinariamente competitiva y sin barreras para los  flujos de capital? Después de todo, la competencia a la  cual se enfrentan los Estados Unidos viene  simultáneamente del Este y del Sur: la del Japón, en  productos de alta tecnología; y la de México, donde la  mano de obra es más económica.  

Luego, no nos debería sorprender que la  metáfora que ilustra los nuevos desafíos de Estados  Unidos ya no sea la del portaaviones, escoltado por un  escuadrón de F-16s y con su bandera ondeando en los  siete mares. Si a algo se asemejan los Estados Unidos del  nuevo milenio, según el Presidente Clinton, «es a una  gran empresa, compitiendo en el mercado mundial».  

Y es aquí donde la nueva obsesión se torna  problemática pues, si se acepta la validez de la metáfora  presidencial, la de Estados Unidos lnc., nos encontramos  con una empresa en serios problemas. Por la vieja  obsesión de varias décadas con la Unión Soviética, sus  gerentes no sólo descuidaron su propia organización -su  infraestructura, . la educación de sus empleados, los  niveles de inversión en el desarrollo y aplicación de  nueva tecnología- sino que también fortalecieron a la  competencia -a Japón, Alemania, la propia China- con  generosos programas de asistencia económica, con  subsidios militares, con tratados de preferencias  comerciales y transferencias de tecnología. En el  momento en que la Empresa Estados Unidos Inc. debería  estar más ágil que nunca, es precisamente cuando se  encuentra cargando los costos acumulados de 40 años de guerra fría.  

Los costos macroeconómicos de la Guerra Fría  

Entre 1950 y 1990, en dólares de 1992, los Estados  Unidos invirtieron en la creación y en el mantenimiento  de su aparato militar, $11,5 trillones; o sea, un promedio  anual de $279 mil millones a lo largo de 40 años. Y en la  década de los 80, debido a las exigencias del programa de la «Guerra de las Galaxias», en cinco años fiscales, las  asignaciones militares superaron en dólares del 91, los $300 mil millones por año. En esa misma  década de los 80, el presupuesto militar de Estados Unidos aumentó en 50%, y si  en 1980, sus gastos en defensa  representaban el 22% de los gastos en  este ramo a nivel mundial, para 1985,  este porcentaje se elevó al 28%.  En esos 40 años, Estados  Unidos gastó en su defensa y en la del  Mundo Libre, un promedio anual  del 7,8% del PIB; mientras las  contribuciones de Alemania y Japón, alcanzaron un promedio del 3,8% y 1,0%,  respectivamente. Todavía en 1990, Estados Unidos  asignó a su defensa el 5,4% del PIB, mientras Alemania  sólo asignó 2,0% y Japón menos del 1,0%.  

Sin duda alguna, semejantes gastos militares contribuyeron a los desequilibrios fiscales de la economía  norteamericana durante los años 80, los que se agravaron  cuando también se toma en cuenta el crecimiento de los  múltiples programas de entitlements, cuyos niveles  pasaron de $373 mil millones en el año fiscal 1982, a  $902 mil millones en el año fiscal 1992.  

La suma de los déficits fiscales entre 1981 y  1990 se acercó a los $2 trillones, y si en los años fiscales  87, 88 y 89, los déficits se quedaron en cerca de $150 mil  millones por año, en el año fiscal 1991, el déficit se  disparó a $221 mil millones, y en el año fiscal 1992, éste  llegó a $290 mil millones, representando el 4,4% del PIB,  un porcentaje superior al del año fiscal 1986, cuando este  porcentaje fue del 3,4%, el más alto durante los años 80.  

La magnitud de estos números obligó a los  Estados Unidos -cuya sociedad se ha caracterizado por  su propensidad al consumo, sin hábitos que favorezcan el  ahorro- a tener que acudir a los ahorros externos, para  cerrar la brecha fiscal sin inflación, y sin sacrificar la  demanda de crédito generada por las nuevas inversiones.  Entre 1960 y 1967, el nivel de ahorros de los Estados  Unidos superaba el 10% del PIB, mientras entre 1980 y  1989, el porcentaje promedio fue del 3,5%. Si bien es  cierto, la tasa de ahorro del Japón cayó de un promedio de  21 % del PIB entre 1960 y 1967, a 18% entre 1980 y 1989,  ésta sigue siendo superior a la de Estados Unidos, cuyo  estimado más reciente la ubica entre 2% y 3% del PIB.  

Si el alza en los intereses tuvo sus orígenes en  las medidas anti-inflacionarias de Paul Volker, cuando la  inflación alcanzó 16% en la primera mitad de 1980, estos  se mantuvieron elevados ante las necesidades de la  economía norteamericana de atraer ahorros externos.  Aún cuando los intereses empezaron a descender en  1983, continuaron siendo atractivos para los capitales de  otros países hasta mediados de 1986.

El alza en los intereses se reflejó en el valor del  dólar, cuyo poder de compra vis a vis la monedas de sus  competidores, se mantuvo alto entre 1979 y mediados de 1985. Con la valorización del dólar, las industrias  norteamericanas perdieron su ventaja  competitiva adquirida con la  devaluación del mismo a principios de  los años 70. Aunque todavía en 1981,  las exportaciones de manufacturas de  Estados Unidos equivalían al valor de  sus manufacturas importadas, las  exportaciones de sus productos  agrícolas, combinadas con los dividendos generados por sus inversiones en el  extranjero, ajustaban para pagar la cuenta petrolera. 

Después de haber registrado en 1981 un pequeño  excedente en la cuenta corriente de su balanza de pagos,  tal como lo venía haciendo desde principios de siglo, en  1983 Estados Unidos registró un déficit comercial de $67  mil millones y, entre 1984 y 1986, los déficit comerciales  acumulados fueron de $380 mil millones, de los cuales,  $135 mil millones fueron con el Japón. A principios de  los años 80, el valor de las importaciones de Estados  Unidos aumentó en 50%, mientras el valor de sus  exportaciones disminuyó en 2%.  

Entre 1985 y 1987, el dólar se devaluó en 50% vis a vis el marco alemán y el yen, lo que trajo una mejora  en sus déficits comerciales. Sin embargo, los déficits se  mantuvieron arriba de $100 mil millones por año, hasta  1991, cuando el déficit fue reducido a $65 mil millones.  

En los años 80 se originó el fenómeno de los  «déficits gemelos», y según Martín Feldstein, profesor de  economía en la Universidad de Harvard, el déficit  comercial no se podría resolver, sin anteriormente haber  resuelto el fiscal. Su argumento descansaba en un  principio básico de contabilidad: las cuentas de capital y  comercial en la Balanza de Pagos tienen que cuadrar. Si  los norteamericanos venden un número mayor de sus  activos a inversionistas de otros países, al final del día,  tienen que terminar importando más bienes de los que  exportan.  

Con la caída del dólar y de los intereses, los  japoneses y otros inversionistas extranjeros dejaron de  colocar su dinero en inversiones de portafolio y en la  segunda mitad de los 80 se dedicaron a comprar bienes  raíces y empresas norteamericanas. En 1987, los  japoneses hicieron inversiones directas en Estados  Unidos por cerca de $10 mil millones, y por $15 mil  millones en 1988. Entre 1985 y 1988, los japoneses  adquirieron bienes raíces con un valor aproximado de $19  mil millones. La inversión total de extranjeros en Estados  Unidos saltó de $20 mil millones en 1985, a $35 mil  millones en 1986, alcanzando su pico de $68 mil millones  en 1989, bajando a $49 mil millones en 1990 y a $25 mil  millones en 1991.  

Tal como lo señalan las cifras anteriores, el flujo  de recursos externos se mantuvo, lo que siguió  compensando por la insuficiencia en los ahorros internos  de la economía de Estados Unidos. En 1990, su deuda  federal superó los $3 trillones, y su posición neta como  inversionista internacional paso de un superávit de $141  mil millones en 1981, a un déficit de $112 mil millones  en 1985, y de $650 mil millones en 1990.  

Un problema de productividad  

A pesar de la reducción de los déficits comerciales de  Estados Unidos y un dólar barato (100 yenes x 1 dólar), los déficits con Japón no sólo han persistido, sino que  también han aumentado a niveles sin precedente (al  menos cuando se miden en dólares). En 1991, el déficit  comercial con Japón fue de $44 mil millones, en 1992 fue  de $49 mil millones y, en 1993, el déficit llegó a la suma  de $59 mil millones.  

Es por lo dicho que el remedio para los déficits  no sólo se debe limitar a ajustes en las tasas de  intercambio, o inclusive, a un mejor manejo de las  cuentas fiscales. A los déficits comerciales no se les  puede divorciar del problema fundamental de la  productividad. Si entre 1948 y 1996, la productividad de  la fuerza laboral de Estados Unidos creció en un  promedio anual del 2,6%, entre 1973 y 1979, el  crecimiento fue de 1,8% y, entre 1973 y 1979, sólo del  0,6%. Más aún, si entre 1975 y 1985 el crecimiento de la  productividad de su fuerza laboral en manufacturas s~  acercó a un promedio anual del 2,0%, esta tasa fue muy  inferior a la del Japón, con un promedio del 7,3%, o a la  de Alemania Occidental, con un promedio del 3,3%, e  inclusive a la de Gran Bretaña, con un promedio del  2,3%.  

Cuando se toma en cuenta el impacto de factores  como nueva tecnología, mejoras en la educación y en la  motivación de la fuerza laboral, así como la introducción  de mejores técnicas de administración y organización, la  tasa de crecimiento de la productividad de la economía  norteamericana cayó de 2,0% como promedio anual entre  1948 y 1973, a casi 0% entre 1973 y 1979. Ahora bien, si  se registraron mejoras en los 80, la productividad de la  economía norteamericana continuaba siendo inferior a la  registrada anteriormente a 1973.  

Este problema de la productividad se torna más  grave aún cuando se compara el grado de apertura de la  economía de Estados Unidos en los 80, con el de las  décadas de los 50, 60 y 70. Fue en los 80, que la gran  mayoría de las firmas norteamericanas dedicadas a las  manufacturas empezaron a depender de sus exportaciones  para crecer o tuvieron que enfrentar la competencia  internacional en su propio mercado. En los 90, la  economía de Estados Unidos es mucho más sensible a su  sector externo que en décadas pasadas: la suma del valor  de sus exportaciones e importaciones, superó el 22% del  PIB.  

Los años 80 fueron declarados como la década  fatídica para los obreros industriales de Estados Unidos,  pues se perdieron más de un millón de puestos de trabajo  en el sector manufacturero, debido al aumento de las  importaciones. Otros estimados ubican la pérdida de  trabajos en la industria pesada en medio millón. Más aún,  los nuevos empleos con los que se sustituyeron el millón  de trabajos perdidos, se dieron en el sector servicios, con  lo que según Lester Thurow, uno de los economistas más  destacados de los últimos años, los salarios reales  cayeron en la misma década en un 6%, ya que la diferencia salarial es de 30% entre un puesto de trabajo en  manufacturas y un puesto de trabajo en servicios. 

En 1950, 50% de la fuerza laboral de Estados  Unidos se ubicaba en manufacturas, mientras en los 90,  este porcentaje estaba por debajo del 17%, quedando en  desventaja con Japón, donde el 28% de su fuerza laboral  sigue en manufacturas, o en Alemania Occidental, donde  este porcentaje es del 33%. Independientemente de si este  movimiento de las manufacturas a una fase distinta de la  actividad económica es parte de una evolución normal,  como ocurrió cuando se dio el movimiento de la  agricultura a la industria, entre 1979 y 1986, en los  Estados Unidos los empleos en manufacturas se vieron  disminuidos en 10%, con todas las consecuencias sociales  que esto acarrea en el corto plazo.  

Según Robert Reich, Secretario del Trabajo de la  Administración Clinton, en las últimas 4 recesiones, el  44% de los que quedaron desempleados recuperaron sus  antiguos puestos de trabajo, una vez que éstas fueron  superadas. Pero en la última recesión del 90/91, sólo el  14% de los desempleados lograron recuperar sus antiguos  puestos de trabajo. Aquellos que perdieron sus trabajos  en la industria automotriz, o en la de herramientas  industriales (machine tools), al adquirir empleos en otras  líneas de ocupación, tuvieron que aceptar recortes  salariales entre 30% y 50%. Y estos fueron los  afortunados, puesto que los mayores de 50 años,  quedaron reducidos a la periferia del mercado de trabajo,  estancados entre los 6 millones de norteamericanos que  sólo han podido encontrar empleo a medio tiempo.  

Los críticos de la Administración Reagan no han  dejado de enfatizar la «poca calidad» de los trabajos  generados en los 80, y los han descartado como trabajos  de salario mínimo, propios de la industria hotelera y de  los restaurantes de comida de servicio rápido, como los  Wendy’s y McDonald’s. En 1989, 18% de los puestos de trabajo apenas generaban un ingreso anual de $12.195, en  comparación a sólo el 12% en 1979. Y existen estimados  que ubican la mitad de trabajos creados en los 80, con  salarios de menos de $11.000 por año.  

A lo dicho, se le debe agregar la pérdida de  empleos de primera línea en la industria militar, donde las  proyecciones del presupuesto militar para el año fiscal  1997, reportan una caída en términos reales del 40%, en  comparación al presupuesto del año fiscal de 1985. A la  altura de 1999, el gasto militar como porcentaje de los  gastos totales, sólo será del 14% (cuando fue del 27% en  1985), y como porcentaje del PIB, estos gastos  representan menos del 3%. Según los estimados de la  Oficina del Presupuesto en el Congreso de Estados  Unidos, entre J 991 y 1995, se perderán un millón de  trabajos en el área militar; de los cuales 400.000  impactarán a obreros en industrias dedicadas a la  producción de equipo militar. Otros estimados ubican  esta pérdida de empleos, para este mismo período, en millón y medio.  

Entre los desempleados de los 90, hay desde  obreros calificados, pasando por ingenieros, hasta  gerentes de nivel intermedio, acostumbrados a ganar  entre $40.000 y $45.000 por año, que a los 40/45 años de  edad se preguntan dónde está su futuro. Hasta la fecha, la  respuesta la han encontrado en WalMart, la que, después  de General Motors, se ha convertido en el empleador más  grande de Estados Unidos. El éxito de estas supertiendas  consiste en la variedad de sus productos a la venta y en los  precios de los mismos, con empleados que sólo ganan  entre $5 y $8 la hora (más un bono sobre las ganancias),  con un horario «de tiempo completo» entre 28 y 30 horas  semanales.  

Tanto en los 80 como en los 90, pero sobretodo  en lo que va de esta década, la fuerza laboral  norteamericana dedicada a las manufacturas ha  experimentado arranques de mejoría notable en su  productividad. Por ejemplo, en 1992, su productividad  subió en 4,6%, en comparación a sólo 1,7% en 1991. Sin  embargo, estos ammques son de esperar cuando la  economía demuestra su vigor al salir de una recesión,  como ocurrió después de la del 81/82, o de la del 90/91,  y después de haber hecho recortes importantes en la  fuerza de trabajo.  

Pero en una democracia que descansa en la  prosperidad de la mayoría de sus ciudadanos, y donde los  votantes tienen el recurso de castigar o premiar a los  gobernantes de turno, los aumentos en la productividad  no pueden ser función exclusiva del desempleo. De allí la  preocupación del equipo del Presidente Clinton por  encontrar maneras de aumentar la productividad más allá  del downsizing, y generar mayores y mejores  oportunidades de empleo.  

Enfrentando el doble desafío  

Tan marcada ha sido la preocupación de los  norteamericanos con los «desafíos gemelos» de la  productividad y competitividad, que hasta su agenda  social la han reorientado en esta dirección. En el discurso  público de la nación, ya no se oyen argumentos  reforzando la misión histórica de los colegios públicos en  la formación de los ciudadanos, con el fin de enseñarles a  participar en la vida de la República; la nueva pregunta  consiste en cómo hacer para transformar a estos colegios  en centros vocacionales, dedicados a la producción de  obreros eficientes, capaces de competir con los del  mundo asiático.  

Inclusive, las reformas al sistema de seguros y  atención médica propuesta por la Administración Clinton,  originalmente se centrarón en la importancia de contener  Jos gastos de esta actividad, los que en 1992 llegaron a  $800 mil millones, el equivalente al 14% del PIB de  Estados Unidos. Las proyecciones para el año 2000 ubican estos gastos en 19% del PIB y, aún asumiendo  escenarios óptimos, que parten de reformas efectivas al  sistema de seguros y atención médica, los recortes en  estos gastos no pasarían del 7 ,3% del PIB en el año 2000.  

Estos porcentajes resultan muy elevados cuando  son comparados a los de la competencia, a los del Japón  y Alemania, los que a la altura de 1990 andaban en 8,2%  del PIB en el caso del primero y 6,7%, en el caso del  segundo. En términos de la producción, estos gastos han  aumentado los costos de compañías como la Ford, cuyos  gastos de atención médica para sus obreros, incluyendo  los retirados, no pasaban de $141 millones en 1970. Pero  para 1991, estos gastos llegaron a $1.300 millones, los  que representaban la misma cantidad de lo que la  compañía gastaba en la adquisición de acero, además de  añadirle un costo de $500 por vehículo, en comparación a  los costos de la industria automotriz en Japón.  

Pero aún si se asume el mejor de los escenarios,  como el que ha pintado Robert Reich, siendo Estados  Unidos capaz de superar buena parte de su «déficit  competitivo» invirtiendo en su descuidada infraestructura  económica y en la educación de su fuerza laboral, además  de «reinventar el Estado» para impulsar creativamente  una política de «desarrollo industrial», estos avances no  serían suficientes para enfrentar el doble desafío al que  nos referimos al iniciar la segunda parte de este ensayo:  ¿Cómo competir con el Japón y México?  

Los japoneses siguen siendo grandes  productores y terribles consumidores; mientras México, y  otros países del Sur,. tienen la ventaja de una mano de  obra más económica y con rendimientos que se acercan,  cada día más, a los de la fuerza de trabajo de los países del  Norte.  

¿Qué hacer con el Japón?  

En el caso del Japón, la Administración Clinton creyó  haber encontrado la solución en los acuerdos preliminares  de julio de 1993, los cuales, según la interpretación de  W ashíngton, comprometían al Japón a reducir su  superávit comercial del 3,5% del PIB, a menos del 2%, en  un período de tres a cuatro años, además de otras  concesiones diseñadas a aumentar la participación de  productos norteamericanos, desde automóviles hasta  productos farmacéuticos, en el mercado japonés. En estos  acuerdos, los japoneses también se comprometieron a  adelantar concesiones fiscales significativas a sus  ciudadanos (6 trillones de yenes), con el fin de estimular la demanda interna y promover las importaciones del  país. A cambio, Estados Unidos se comprometió a tomar  medidas que mejoren su competitividad, a aumentar sus  tasas de ahorro, a disminuir los déficits fiscales y, sobre  todo, a mantener su mercado abierto a productos  japoneses. Aunque, según la Administración Clinton, esta última promesa estaba condicionada a que Japón  cumpliera con lo acordado.  

Como lo han repetido en numerosas ocasiones  miembros destacados de la Administración Clinton,  Estados Unidos no permitirá que, mientras las  importaciones de manufacturas de los países del Grupo de  los Siete alcancen un promedio del 7,4% del PIB, las del  Japón sólo representan 3, l %. Y no seguirán tolerando una  relación comercial, donde las importaciones provenientes  del Japón en la industria automotriz superen los $30 mil  millones, mientras el valor de sus exportaciones al Japón,  en esta misma línea de productos, sólo sea de $2 mil  millones (cifras del 92). Más aún, desde los acuerdos de  Plaza en setiembre de 1985, cuando Japón acordó  fortalecer su moneda vis a vis la de sus principales  competidores, en vez de reducir su superávit comercial  como era la intención, el superávit comercial se duplicó  en un período de sólo siete años.  

Como era de esperarse, los japoneses tienen otra  interpretación de lo acordado en julio de 1993, y no  reconocen haber accedido a cuotas numéricas o a plazos  fijos. Fue esta diferencia en interpretaciones lo que  obstaculizó la firma de un acuerdo más formal entre  Japón y Estados Unidos, durante la visita de Hosokawa a  Washington en febrero de 1994. Pero, al final de cuentas,  la Administración Clinton está segura de que saldrá  victoriosa de sus diferencias con el Japón, con acuerdo o  sin acuerdo. Los Estados Unidos siguen siendo el gran  mercado de la economía mundial, dueño del 40%, y hasta  del 60% de la demanda para productos de alta tecnología  y de alto valor agregado. Y si bien es cierto, a lo largo de  los últimos años, Japón se ha integrado con mayor vigor  con sus vecinos asiáticos, desde Taiwan, pasando por  Corea del Sur, hasta llegar a Tailandia, lo ha hecho con el  fin de generar una división del trabajo más económica  (tratando de minimizar el daño de un super yen), pero que  sigue teniendo a los Estados Unidos como el comprador  del producto final generado por el sub-sistema asiático.  

¿Qué hacer con México?  

Japón es la fijación de la Administración Clinton, y de las  grandes firmas norteamericanas dedicadas a productos de  alta tecnología; México, y otros países del Sur, son la  fijación de los sindicatos norteamericanos, como quedó  demostrado durante las discusiones del Tratado de Libre  Comercio del Norte (TLC). El alegato de que la mano de  obra barata termina siendo cara y que, por lo tanto, no es  competencia para la mano de obra norteamericana, no es  aceptado por las cúpulas sindicales, los que a su vez no se  sienten tan confiados en el viejo argumento de que la  productividad de su fuerza laboral es cinco veces mayor  que la de México y, por lo tanto, justifica la diferencia  salarial. 

Después de todo, la fuerza de trabajo en las  maquiladoras mexicanas ha demostrado una gran  versatilidad en el momento de adaptar nuevas técnicas,  como Just in Time Inventory, Zero Defect Teams,  Work Teams, y Quality Control Circles, si se quiere,  los últimos gritos de la moda industrial en Japón y en  Estados Unidos. Entre 1980 y 1993, la productividad de  los obreros mexicanos en manufacturas aumento en 41 %,  y se ha estimado que 40% de los obreros en la industria  automotriz tienen educación universitaria, o de instituto  técnico. En la planta de la Ford-Mazda en Hermosillo,  México, los niveles de productividad y de calidad son los  mismos que los de Dearborn o Rouge, en Estados Unidos  y un poco por debajo de los de la planta de Mazda, en  Hiroshima, Japón. Pero el salario, con todas las  compensaciones incluidas, para un obrero en la industria  automotriz de México, es de $3,33 la hora; mientras que,  para el obrero en una planta en Rouge, es de $24,21 la  hora. Tan marcada es esta brecha salarial que sindicatos y  miembros destacados de la clase política e intelectual de  los países del Norte han introducido el novedoso concepto de Social Dumping,  alegando que los países del Sur tienen la  ventaja de fuerzas de trabajo baratas, sin  ninguna organización sindical efectiva, y  sin ninguna protección para el medio  ambiente. Los defensores de esta tesis, cuando discuten el tema de México  señalan como, a pesar de un aumento  notable en la productividad de su fuerza laboral durante los últimos 10 años, para 1992, en términos reales, los salarios y  beneficios sólo representaban un 68% de  los niveles de 1980. Y, en el caso de las maquiladoras en el Norte de México, las que pasaron de  emplear 131 mil obreros en 1981 a más de medio millón  en 1992, han argumentado que los aumentos salariales no  reflejan semejante salto en el número de ocupados.  

Luego, según los defensores de la tesis del  Social Dumping, a los países del Sur sólo les queda un  camino a seguir: mayor y mejor organización obrera. Las  cúpulas sindicales de Estados Unidos han redescubierto  su «solidaridad de clases» con los obreros al sur del Río  Bravo y están ansiosos de ligar el tema del comercio a  una agenda más ambiciosa y llena de dificultades, la que  además de contemplar la cuestión laboral, también  incluya los problemas de la democracia, los derechos  humanos y la promoción de regulaciones para proteger el  medio ambiente.  

Si bien es cierto que en México los empleos en  las maquilas han aumentado considerablemente y los  ajustes salariales no han reflejado estos aumentos, no se  puede decir que esto obedece necesariamente a sindicatos  débiles y a códigos del trabajo que no se cumplen. La  tasa de crecimiento económico en México ha promediado 1,9% por año, mientras la fuerza de trabajo ha aumentado  en 3% anualmente. La población mexicana es tan  abrumadoramente joven, que sólo 1/3 de la misma es  considerada como económicamente activa. Y es evidente  que medio millón de puestos de trabajo generados en las  maquilas durante los últimos 10 años, se quedan cortos, cuando cada año, entre varones y mujeres, se suman un  millón al mercado de trabajo.  

La solución que ofrecen los sindicatos de  Estados Unidos para Latinoamérica es contraria a  su propia experiencia, ya que una de las grandes fuerzas  de la economía de Estados Unidos consiste precisamente  en la flexibilidad de su mercado de trabajo. Entre 1965 y  1994, su oferta de empleo aumentó en 70%, y fue  capaz de asimilar los aumentos de su población  económicamente activa, la que pasó de representar el  57% del total, a un 62%, entre las décadas de los 70 y los  80. En contraste, en los países de la Comunidad  Económica Europea, donde los mercados de trabajo son  menos flexibles y donde su fuerza laboral no creció con  la rapidez de la de Estados Unidos, entre 1973 y 1985, el desempleo se quintuplicó.  En los 80, la tasa de desempleo  promedio en la Comunidad Económica  Europea fue del 10% y, en 1992, ésta se  elevó a un promedio del 12%. En España,  donde una empresa no puede despedir a más de 10 operarios en un mes sin permiso del Ministerio de Trabajo (el que no lo  concede a menos que los obreros estén de  acuerdo) y donde el despedido puede  acumular hasta 45 días de pago por año de  trabajo, el nivel de desocupación llega al  25% de la población económicamente  activa, y de los que están empleados, cerca del 30% lo  hacen bajo contratos de empleo temporal o por medio  tiempo.  

No hay duda que este aumento en la oferta de  empleo en Estados Unidos tuvo su costo, puesto que los  salarios reales sólo crecieron en 0,4% anualmente durante  los años 70 y 80, mientras en Europa, para ese mismo  período, los salarios reales crecieron en 1,7% anualmente.  Aunque también se pudiera argumentar que el costo de  este crecimiento en los salarios reales fue un nivel de  desempleo que duplicó al de Estados Unidos.  

Las operaciones de la Hoover en Francia se han  trasladado a Escocia y se esperaba que, en 1994, la BMW  trasladara parte de sus operaciones de Alemania a Estados  Unidos, donde como se acaba de señalar, los salarios  reales han crecido por debajo de los de Europa. En ambos  casos, las decisiones de traslado fueron influenciadas por  la búsqueda de mercados de trabajo más flexibles. Los  salarios en el sector manufacturero de la antigua  Alemania Occidental, a $25 la hora, con 25 a 32 días de  vacaciones pagadas por año, además de 10 a 13 días de  fiesta oficiales o religiosas, son insostenibles en una  Alemania unificada y con vecinos como Polonia, donde  la hora de trabajo en manufacturas se acerca a $2 la hora,  o Checoslovaquia, a $1,60 la hora. En estos tiempos de  globalización, cuando pensamos en «mano de obra  barata», no sólo debemos pensar en Pakistán o  Bangladesh: hay un mundo nuevo de naciones integradas  a la economía mundial, con un capital humano de primer  orden y de antigua tradición industrial.

El Tratado de Libre Comercio del Norte:  ¿Habrán nuevos miembros?  

En años recientes, el ambiente intelectual de Estados  Unidos ha contribuido a profundizar las ansiedades  económicas de sus ciudadanos. Las ideas del celebrado  libro de Paul Kennedy, publicado en 1987, todavía se  asoman en todas las discusiones sobre el futuro de la nación del Norte. Los precedentes históricos a los que  acude en su libro parecen confirmar su principal  conclusión: cuando el poderío y el gasto militar es  excesivo (o ha sido excesivo), las energías económicas de  las grandes naciones se terminan diluyendo.  

El libro de James Fallows, publicado en 1994,  sobre el éxito comercial del Japón, ha contribuido a  legitimar medidas proteccionistas y a resaltar el rol del  Estado en la vida económica de la nación. Inclusive,  Fallows ha cuestionado la tradición anglosajona, dentro  de la cual, las naciones no deberían tener intereses  económicos más allá de los individuos como  consumidores. Y más bien, se ha identificado con la  tradición de los alemanes y los japoneses, dentro de la  cual, el individuo como consumidor debería estar  dispuesto a sacrificarse en favor de los intereses de los  productores. Para Fallows, su «héroe intelectual» (el cual  comparte con los japoneses) es el alemán Friedrich List,  cuya obra económica, publicada a mediados del siglo  pasado, predicaba que la riqueza de una sociedad estaba  determinada «por lo que puede hacer y no por lo que  puede comprar».

Por su parte, los trabajos de los historiadores  económicos William Lazonick y Thomas McCraws (de la  Escuela de Negocios de Harvard) se han concentrado en  resaltar las ventajas del proteccionismo en el desarrollo  industrial de la propia Inglaterra y de los llamados Late  Comers, como Francia, Prusia, Estados Unidos y Japón.  Según estos autores, por un siglo y medio después de su  Independencia, Estados Unidos demostró una marcada  preferencia por el proteccionismo, obligando al Japón a  mediados del siglo XIX a manejar una tarifa promedio  que no podía pasar del 5%, mientras la suya llegaba al  30%. La apertura comercial de Estados Unidos fue durante la  post-guerra, cuando el mundo le pertenecía a sus industrias.

En medio de este nuevo ambiente intelectual,  Alan Tonelson ha defendido las medidas neo proteccionistas de los años 80, cuando la administración  Reagan negoció exitosamente las primeras «restricciones  voluntarias» de las exportaciones del Japón a los Estados  Unidos. En su artículo de Foreign Affairs de  julio/agosto de 1994, Tonelson criticó fuertemente lo que  clasificó como «ortodoxia económica», según la cual, las  industrias que gozan de protección arancelaria se  vuelven haraganas y avaras,  ya que sin competencia  pierden los incentivos para  mejorar la calidad de sus  productos, aumentar su  productividad, y ofrecer  precios competitivos a los  consumidores. Pero, según  Tonelson, la evidencia empírica no coincide con las  afirmaciones de la «ortodoxia económica», y el  proteccionismo ha resultado funcional para renovar la  competitividad de las manufacturas norteamericanas,  preservando en el proceso miles de puestos de trabajo.  Todas las industrias beneficiadas por medidas de import  reliefs, desde la del acero hasta la de automóviles, han  revitalizado su competitividad y a un costo mínimo para  los consumidores.  

En ese mismo número de Foreign Affairs, Paul  Krugman entró en una polémica demasiado amarga para  sólo ser académica, con otros grandes en el tema del libre  comercio, como Thurow, Prestowitz, Cohen, y Steil,  alrededor de la crítica que Krugman hizo en un artículo  previo, también en Foreign Affairs, advirtiendo sobre los peligros de la nueva obsesión de los norteamericanos con  la competitividad, lo que pudiese degenerar en un  proteccionismo militante. Ante este peligro, Krugman ha  venido escribiendo con frecuencia en Foreign Affairs y  en el Harvard Business Review, refutando la tesis que  mira al comercio, sobretodo con Japón y países del Tercer  Mundo como México, como un intercambio dañino para  la prosperidad de Estados Unidos. Inclusive, su último  artículo en Foreign Affairs, se le puede considerar como  una refutación a la obra de James Fallows.  

Pero, a pesar del esfuerzo de Krugman y otros,  en años recientes en Estados Unidos ha prosperado lo que  Laura D’Andrea Tyson ha definido como Managed  Trade, sobretodo cuando se refiere a la relación  comercial con el Japón. De manera muy peculiar, el viejo  argumento de la industria infante ha sido desempolvado y  aplicado a algunas de sus industrias menos competitivas.  Más aún, en el caso de los países del Sur, como México,  al menos entre la clase política, el concepto de Social  Dumping también está adquiriendo popularidad.

Los resultados electorales y la agenda comercial  

Si lo dicho es un reflejo de una buena parte de la  intelectualidad norteamericana, el estado de ánimo de los  electores es todavía mucho más crítico. Por más de una  década, la clase media en los Estados Unidos viene  pagando con sus estándares de vida por la falta de  competitividad de sus industrias, o bien, por las medidas  que éstas han tenido que tomar para ser más competitivas.  

En efecto, como vimos anteriormente, para la  mayoría de los norteamericanos, los 90 han representado  los años de la seguridad militar y de la inseguridad  económica. Para ellos, el intercambio de su economía con  el mundo es parte del problema y no parte de la solución:  ¿Acaso sus mejores años no fueron los de los 50 y 60,  cuando le temían al poderío nuclear de la antigua Unión  Soviética, pero se sentían a gusto con su futuro  económico, y el porcentaje de su comercio internacional  en relación al PIB no pasaba del 10%?  

En las vísperas de las elecciones para el  Congreso del 8 de Noviembre de 1994, a pesar de las  buenas noticias en términos de crecimiento económico y  aumentos en el número de empleos, sólo un 30% de los  encuestados se sentían a gusto con el funcionamiento de  la economía. A esta brecha entre los indicadores  económicos y el mood de los electores, los editores del  Economist lo bautizaron como el Clinton Gap,  estableciendo un paralelo con el último año de la  presidencia de Bush, cuando la reactivación económica  no se reflejó en los resultados de las elecciones  presidenciales. Pero también hay que destacar que  el problema con las encuestas no sólo ha sido un  problema de percepción. Durante 1993, las empresas  norteamericanas continuaron su downsizing,  registrándose 600 mil despidos por mes, el doble de 1991,  un año que fue de recesión y por primera vez se ha  experimentado una recuperación económica, en la cual el  número de empleos en manufacturas ha disminuido.  

En las elecciones del 8 de noviembre, en las  primeras proyecciones se esperaba que el Partido  Demócrata perdiera entre 20 y 30 puestos en la Cámara  de Representantes, donde gozaba de una mayoría de 256  versus 176 curules para el partido contrario; mientras, en  el Senado, donde los demócratas también prevalecían por  un margen de 56 puestos versus 44, se esperaba que los  primeros se quedarían con un margen disminuido de 52 a  48. Pero los resultados fueron completamente  inesperados y, por primera vez en más de una generación,  el Congreso pasó en su totalidad a manos republicanas.  En la Cámara resultaron electos 73 nuevos miembros  republicanos (en comparación a sólo 13 por el Partido  Demócrata), dejando un saldo de 232 republicanos,  versus 203 demócratas, mientras en el Senado quedaron  54 republicanos, versus 46 demócratas.  

Visto desde el ángulo de la Administración  Clinton, estos resultados han venido a complicar su  sobrecargada agenda legislativa, la que nunca contó con  el apoyo automático de los demócratas conservadores, y  que ahora también incluye las iniciativas comprendidas  en el celebrado Contract with America, el que para los  republicanos, la nueva mayoría, tiene prioridad en los  primeros 100 días de la l~gislatura del nuevo Congreso en  1995.  

Mas aún, si en los últimos 50 años el Partido  Republicano ha sido el abanderado del libre comercio  (todo lo contrario de lo que fue en el siglo XIX y antes de  la Segunda Guerra Mundial), el Partido Demócrata se ha  identificado más bien con la tendencia proteccionista. Y  si no ha sido por el apoyo que el Partido Republicano le  brindó a la presidencia de Clinton, el Tratado de Libre  Comercio (TLC) no hubiese sido aprobado en el  Congreso. Pero, de los 73 nuevos republicanos en la  Cámara de Representantes, una buena parte no comparten  la agenda pro libre comercio de su partido, ya que son  producto directo de ese malestar que afecta a la inmensa  clase media norteamericana. Si a estos nuevos  congresistas les sumamos los 46 miembros que fueron  electos, también por el Partido Republicano en las  elecciones antepasadas, nos quedamos con un bloque  importante de republicanos recién entrados al Congreso  que no comparten en su totalidad el programa de su  partido en favor del libre comercio.  

Si añadimos a esta suma de nuevos congresistas  republicanos, el bloque tradicional de demócratas  liderados por Gephart, y apoyado por la cúpula sindical  del AFL-CIO, la coalición anti-libre comercio se  ensancha significativamente. Y todo se complica aun  más, si agregamos la mezcla de senadores sureños  (demócratas y republicanos), como Hollins y Helms, que  junto con Ralph Nader (de la izquierda liberal), y Pat  Buchanan (de la derecha militante), están opuestos al  GA TI, al TLC, y a Ja membresía de Estados Unidos en la  Organización Mundial de Comercio. En realidad, ya no  se puede caracterizar a un partido como pro o anti-libre  comercio, y las preferencias en favor o en contra de una  agenda comercial liberal son más bien bipartidarias, con  una correlación de fuerzas que favorece a Jos que Je  temen a la apertura comercial.  

¿Qué pasa con el Fast Track?  

Lo grave es que a estas alturas, la Administración Clinton  no goza del Fast Track Authority, un mecanismo por  medio del cual, el Congreso (que según la Constitución  de Estados Unidos, en el Artículo 1, Sección 8, tiene la  facultad de «regular el comercio» con naciones  extranjeras) le delega al Ejecutivo por un plazo fijo (en  ocasiones, hasta por siete años), la facultad de negociar arreglos comerciales de alcance bilateral o multilateral  (como las rondas de Tokio y Uruguay, los tratados  bilaterales con Canadá o Israel, y el propio TLC),  comprometiéndose a aprobar o a rechazar en su totalidad  (sin derecho a enmiendas), lo que el Ejecutivo negoció.  

A principios de agosto de 1994, el Senador  Moynihan, expresidente de la Comisión de Finanzas en la  Cámara Alta del Congreso, decidió excluir la renovación  del Fast Track Authority, que debía acompañar a la  legislación con la cual se implementarían los resultados  de la ronda de Uruguay dentro de los acuerdos del GATT. El Senador demócrata por el Estado de Nueva York, en  medio de su campaña de reelección, se sintió presionado  por la organización sindical del AFL-CIO, cuyos  miembros insistían en que, para renovar el Fast Track, el  Gobierno de Estados Unidos se debía comprometer a  defender el medio ambiente y los derechos sindicales en  esos países con los cuales estaría negociando en el futuro.  Los republicanos se opusieron a este vínculo, y el  Senador Moyniham prefirió extraer el Fast Track  Authority de la legislación que implementaba la ronda de  Uruguay, que finalmente fue aprobada por el Congreso en  diciembre de 1994, una legislación cuya aprobación se  esperaba desde el verano de ese mismo año.  

Si bien es cierto hay interpretaciones legales que  defienden el derecho del Ejecutivo a entrar en  negociaciones con Chile para su entrada al TLC (las que  también deben incluir a Canadá y México), sin necesidad  del Fast Track Authority, tal como fue el compromiso de  la Administración Clinton en la Cumbre de las Américas  en Miami en diciembre del 94, lo ideal para Chile sería  una negociación que tome lugar bajo las garantías de esta  autorización. Pero, las realidades de un Congreso  complicado y una presidencia debilitada en vísperas de  una campaña electoral nos hacen creer que la renovación  del Fast Track Authority (aún por un período de tiempo  más corto que el usual) puede terminar dándose hasta  finales del 95 e, inclusive, más allá del 96.

Asimismo, hay cerca de 40  comisiones y sub-comisiones que se  involucran en el tema comercial, y cuando  se piensa en el Congreso de Estados  Unidos, se debe recordar que, en  realidad, no se está negociando con los  representantes de un solo país, sino que  más bien con los de una federación de 50  países, cuyos intereses económicos y  geográficos chocan con frecuencia.  

La iniciativa de la Cuenca del Caribe y  el Tratado de Libre Comercio  

Con los acuerdos del TLC puestos en  vigencia a partir de 1994, cerca de 3.100  fracciones arancelarias que afectan  directamente a los países de Centroamérica y del Caribe,  quedaron suprimidas entre los firmantes. Y las ventajas  competitivas de las que gozaban los países miembros de  la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC), sobretodo en textiles y vestuarios, en su relación comercial con Estados  Unidos, fueron niveladas o superadas por las ventajas que  México adquirió vía su membrecía en el TLC. Según  estimados ofrecidos por representantes de República  Dominicana, El Salvador, Trinidad y Tobago, Guatemala  y Jamaica, ante la Sub-Comisión de Comercio presidida  por el Representante Phil Crane (de la Comisión de  Medios y Arbitrios), desde que el TLC entró en vigencia,  el ritmo de crecimiento de las exportaciones de vestuarios  de los países del ICC a Estados Unidos ha disminuido del  27% en 1993, a 12% en 1994, mientras las exportaciones  de textiles y vestuarios de México a Estados Unidos,  pasaron de un ritmo de crecimiento del 22% en 1993, a  38% en 1994.  

De allí la insistencia de algunos miembros en el  Congreso, además de los gobiernos de países miembros  del ICC, de entablar cierta «paridad entre los beneficios»  que ofrece el TLC y los que ha venido ofreciendo la ICC.  Actualmente, está el Proyecto de Ley «H.R. 553, The  Caribbean Basin Trade Security Act», auspiciado por el  congresista Crane, que por un período de seis años  extendería beneficios similares a los del TLC a una lista  de productos provenientes de los países del ICC, que  incluyen textiles, vestuarios, calzado, carteras de mano,  valijas, guantes de trabajo, atún enlatado, productos de  petróleo y algunos tipos de relojes.  

Sin embargo, propuestas similares no han  prosperado en otras legislaturas a pesar de que, el año  pasado, los miembros de la Comisión de Finanzas en el  Senado y la Comisión de Medios y Arbitrios en la  Cámara de Representantes, dejaron a discreción del  Ejecutivo la libertad de incluir en la legislación que  autorizaba la Ronda del Uruguay un paquete de medidas  que establecía la tan deseada «paridad» entre el TLC y la ICC. La Administración  Clinton se pudo haber amparado en la  crisis de Haití y haber alegado que la  «paridad» resultaba central para la  recuperación económica de la Isla.  Además de que la ICC (ya con las ventajas  de la «paridad» con el TLC), suavizaría  la transición de sus países miembros  a un futuro cercano, cuando la  ayuda económica de Estados Unidos  desaparecerá por completo.  

La Administración Clinton decidió  actuar con cautela y prefirió -como lo  hizo con el Fast Track Authority- no  incluir este paquete en la legislación de  diciembre de 1994, con cuya aprobación  se autorizaba la implementación de los acuerdos de la Ronda de Uruguay. No hay que olvidar  (independientemente del conteo final de los votos) la  oposición que se formó en el Congreso a la  implementación de los resultados de esta negociación.  

Además, a la discusión comercial se le sumó la  cuestión fiscal. Si se le extendía «paridad» a la ICC con  los beneficios del TLC, por los próximos cinco años, el  Tesoro de Estados Unidos dejaría de recibir $900  millones en ingresos arancelarios, y según las re.glas del  congreso (motivadas por los déficits fiscales), la  Administración Clinton tendría que hacer recortes por  esta misma suma en algún lugar del presupuesto. Pero a  finales de 1994, la Administración Clinton más bien  andaba buscando cómo recortar $14 mil millones en el  gasto público (a lo largo de cinco años fiscales), el  equivalente en ingreso arancelarios que el Tesoro dejaría  de recibir una vez que entraran en vigencia los acuerdos  de la Ronda de Uruguay.  

Los centroamericanos: ¿Qué deben hacer?  

Como se sostuvo en la introducción de este ensayo,  Centroamérica no ha tenido el peso suficiente para  ameritar una política exterior de Estados Unidos diseñada  especialmente para el área. Esto fue cierto en la era de la  geopolítica y sigue siendo cierto en la era del comercio.  Las exportaciones de Estados Unidos a Centroamérica  representan menos del 3% del total en el hemisferio y sus  importaciones provenientes de Centroamérica, cuando se  le comparan al resto de las del hemisferio, solamente  representan un 2.4% del total.  

De allí que los indicadores que seleccioné para  determinar la futura relación comercial entre  Centroamérica y Estados Unidos, sobretodo ahora que no  quedan incentivos geopolíticos, se hayan derivado de la  relación comercial de este último con Japón y México, así  como del estado de ánimo -el mood- de la mayoría de  los norteamericanos con su condición económica.  

Y como se ha visto, el déficit comercial con  Japón sigue subiendo, al menos cuando se le mide en  dólares, fortaleciendo la imagen de este país como un  mercado cerrado para los productos estadounidenses.  Mientras, la debacle del peso -con lo que debería  aumentar las exportaciones mexicanas a Estados Unidos,  así como la inmigración ilegal debido a la caída de los  salarios reales y a menos oportunidades de empleo en  México- ha obligado a los promotores del TLC a pasar  a la defensiva. Si a lo dicho le agregamos el ambiente  intelectual que se discutió con anterioridad, además de los  últimos resultados electorales en el Congreso y el  estancamiento económico (percibido o real) que afecta a  la clase media norteamericana, la suma no es favorable  para los que proponen en los Estados Unidos una mayor  apertura comercial y el ensanchamiento del TLC.  

Esta última conclusión es preocupante, si se acepta el contenido de estudios que demuestran cómo  Centroamérica puede ganar más dentro del TLC (o perder  menos) que si se queda fuera del mismo. Más aún, si se  recuerda la experiencia de Salinas de Gortari al inicio de  su gestión presidencial, cuando visitó Japón y Europa en  busca de inversiones de estos países, para sólo darse  cuenta que, ni para Japón ni para Europa, México era  prioridad, rápidamente nos damos cuenta de que Estados  Unidos sigue siendo el gran socio económico de las  Américas.  

Y en la crisis que actualmente vive México, ha  sido la Administración Clinton la que asumió el liderazgo  con $20 mil millones propios, a la hora de montar un  paquete internacional de $50 mil millones, esfuerzo que  ni siquiera ha hecho por la antigua Unión Soviética. Estos  $20 mil millones representan un monto superior a los $19  mil millones con los que se originó el Plan Marshall en  1947, y si es cierto que estos últimos eran millones del 47,  los $20 mil millones de hoy, los están ofreciendo en  medio de una gran crisis fiscal, y cuando su participación  en la economía mundial es la mitad de lo que era en la  década de los 40.  

A Centroamérica le conviene el TLC y, si bien  es cierto el clima que prevalece actualmente no es  conducente para que los centroamericanos sean  optimistas, esto puede ser por dos ó tres aiios, mientras  los Estados Unidos se recupera de los traumas de la  transición a un nuevo modo de producción y empieza a  recuperar la confianza en su futuro económico.  

Después de todo, a pesar de todos los alegatos  que hemos presentado en este ensayo insistiendo en el  deterioro de la economía de Estados Unidos, también hay  señales de lo contrario, y que más bien lo posicionan en  condiciones sólidas para competir en el nuevo milenio.  Inclusive, economistas de primer orden y de distintas  orientaciones políticas, como Robert Heilbroner y Robert  Eisner, han cuestionado la gravedad de los déficits  fiscales, alegando, entre otras cosas, una metodología  inexacta en la estimación de los mismos. Más aún, la  abultada deuda federal, la que superó los $3 trillones en  1990, una vez descontada la inflación sólo creció en 84%  entre 1959 y 1990, además de sólo representar un 50% del  PIB, un porcentaje que se compara muy bien con el de  1952, que llegó a un 63%, para no decir nada del  porcentaje de la deuda federal/PIB, inmediatamente  después de la Segunda Guerra Mundial.  

Hasta las tasas de ahorro en los Estados Unidos,  según estos mismos economistas, son superiores a las  oficialmente registradas, y tal como ha argumentado el  Premio Nóbel en Economía, Milton Friedman: ¿Desde  cuándo es una mala señal que otros países deseen invertir  sus ahorros en Estados Unidos?  

En la industria estratégica de los automóviles,  General Motors, Ford y Chrysler, registraron en el primer  semestre del año 1994 ganancias netas muy por encima de las del mismo período en 1993.  Mientras, las del Japón, se han visto  perjudicadas por un yen fortalecido, lo  que ha contribuido a que los vehículos  japoneses hayan pasado de dominar el  29% del mercado norteamericano en 1991, a 25% en 1994. Además, las  plantas japonesas pasaron de producir un promedio de diez millones de unidades anualmente entre  1990/1991, a ocho millones en 1994, y no han dado  señales de buscar como cerrar plantas y despedir  trabajadores, como lo hizo la Ford y Chrysler en los años  80. En estas circunstancias, la industria automotriz del  Japón tiene que soportar la carga de pago de intereses y  costos de mantenimiento de plantas subutilizadas, a la  cual hay que sumarle una estructura salarial inflada,  puesto que está atada a la antigüedad de los obreros. Y  mientras Estados Unidos está por cerrar su ciclo de  downsizing, el Japón está por empezarlo.  

En efecto, el 60% de la economía  norteamericana, y más del 70% de su fuerza laboral está  en servicios. Y es precisamente en el área de servicios donde se encuentran las nuevas oportunidades de empleo  en la economía mundial. Pero servicios cuyos empleos  son muy bien remunerados, como es la práctica legal  alrededor de los derechos de propiedad intelectual,  publicidad, entretenimiento (Hollywood), banca,  servicios de contabilidad, informática y servicios de  computación, telecomunicaciones, protección del medio  ambiente y obras de ingeniería, incluyendo todo lo que es  infraestructura. Hasta la industria militar norteamericana,  que está pasando por tiempos de «competencia  darwiniana», será la dueña de un monopolio casi total en  un mercado mundial para armas sofisticadas, con un valor  de $40 a $45 mil millones por año, en lo que queda de la  década.  

Según el politólogo de la Universidad de  Harvard, Samuel Huntington, la sociedad norteamericana  se ha caracterizado por ciclos de histeria, cuando se auto  convence de que llegó el fin de su ascendencia  vertiginosa como nación, y que sólo les queda el camino  del deterioro económico y de la decadencia espiritual.  Entre 1957 y 1990, en menos de 35 años, Huntington ha  identificado a 5 de esos ciclos: en 1957, cuando los  soviéticos pusieron en órbita el Sputnik, y el famoso  economista John Kenneth Galbraith publicó su clásico  The Affluent Society, donde condenaba la propensidad de sus conciudadanos al  consumo, en vez de tener la disciplina  para ahorrar e invertir en su defensa  militar; a finales de los 60, cuando  Richard Nixon proclamó el fin de la  bipolaridad y el surgimiento de un mundo  multipolar; 1973, con el embargo petrolero; a finales de los 70, cuando el mapa del mundo se llenó de banderas rojas anunciando el triunfo inevitable de  la Unión Soviética y, finalmente, la era  de Ronald Reagan y los «déficits  gemelos».  

Si Estados Unidos está por salir de uno  de sus ciclos de histeria y si se vuelve a  llenar de optimismo, entonces mirará hacia el Sur y después de un período de Yankee  Aloofness, le dará a los latinoamericanos un .abrazo  típico de la euforia del tejano. Probablemente antes de  1997, ni siquiera Chile logrará formar parte del TLC, pero  a partir de ese año las negociaciones para ensanchar el  TLC pudieran adquirir una velocidad extraordinaria,  involucrando a Centroamérica y Panamá como región.  

Los centroamericanos y sus medidas

Si este es el escenario del mediano plazo, entonces hay  que estar claros de que los centroamericanos casi no  tienen tiempo (de tres a cuatro años) para mirar hacia  dentro y prepararse como sociedad para el desafío del  nuevo milenio. Esto implica, además de reunir el equipo  técnico encargado de identificar el impacto que tendrá el  TLC sobre los distintos sectores de la economía regional,  la formación de un equipo político que se prepare a  negociar con un universo de actores en los Estados  Unidos que incluya a las distintas burocracias del  Ejecutivo, a las múltiples comisiones del Congreso, a los  think tanks, a la prensa, a los sindicatos, a los intereses  regionales y a la opinión pública. En este aspecto, las  lecciones de México son valiosas, tanto en la preparación  técnica, como en la preparación política.  

Pero más que todo, la región debe tomar  conciencia de que ya no puede vivir del subsidio  geopolítico y de lo difícil que va a ser ganarse la vida  como nación en la economía mundial del nuevo milenio.  

Esto requiere que los gobiernos de  Centroamérica entablen un diálogo con sus propias  sociedades, para poder seguir adelante con las reformas  macroeconómicas y la modernización de sus  instituciones. El Estado se tiene que achicar, la clase  media tiene que aprender a ser productiva y superar su  dependencia en la burocracia gubernamental, el rol de los  sindicatos se debe redefinir, y se deberían establecer  mecanismos formales de comunicación entre el sector  privado y el gobierno, los que deben verse como aliados, sin caer en los vicios  del mercantilismo. Y el sistema de  educación, debería ser reorientado a la  educación primaria y a la vocacional,  como han hecho los países del éxito.  

Para Centroamérica, los 90 deberían ser  la década del desarrollo armonioso, es decir, la década del crecimiento  económico en base a ahorros internos y a la inversión  extranjera, acompañado de distribución social y de  procesos de democratización. Sin embargo, el desafío  mayor es el de la globalización, puesto que para  enfrentarlo, algunas de sus medidas pudieran entrar en  conflicto con los objetivos del desarrollo armonioso. Sin  embargo, el TLC puede representar el vehículo por medio  del cual se logren reconciliar crecimiento económico, competitividad internacional, desarrollo social y  democracia. Al final de cuentas, el destino de  Centroamérica está atado al de Estados Unidos y la  prosperidad de este país también representa la  prosperidad de la región. Y si es cierto que los próximos  dos o tres años la agenda comercial se puede estancar, cuando vuelva a tomar vigencia, lo hará con tanta energía  que ojalá encuentre a Centroamérica preparada para  formar parte de la promesa de la Cumbre de las Américas.  

Nota  

Este trabajo fue elaborado para la Coordinadora del  Desarrollo de Centroamérica (CCDCA). Fue valiosa la  colaboración de Mario de Franco y de Francisco  Mayorga, también de la facultad de INCAE, así como de  Bennett Marsh, del Caribbean Latin American Action,  George Biddle del Institute for Central American Studies,  Rogelio Pardo, de Access NAFr A, y de los Asociados  del Brock Group, Otto Reích y Lissete Wharton.