Estados Unidos y Centroamérica: La era del comercio

Con el fin de la Guerra Fría, somos testigos del aparente fin del negocio de la geopolítica y del surgimiento de la nueva preocupación de Ios norteamericanos con los asuntos de la geoeconomía. En efecto, sus expertos en seguridad nacional -como Alan Tonelson o Edward Luttwak- han reorientado sus energfas intelectuales, y se han dedicado a escribir sobre la seguridad economía de los Estados Unidos. En sus ensayos más recientes, estos autores han destacado la «amenaza comercial que, supuestamente, representan Japón y Alemania, los que, todavía hace cinco años, eran sus aliados geopolíticos en su rivalidad con la antigua Unión Soviética».
Y de la misma manera que, en décadas pasadas, estos mismos expertos en seguridad nacional vivían obsesionados por determinar el numero de misiles, tanques y aviones militares que formaban parte del arsenal del ejercito soviético, hoy viven preocupados por comparar los índices de productividad de su fuerza laboral, o el número de patentes que sus industrias registran cada año, o sus tasas de ahorro y de inversión, con las del Japón y Alemania. Si se quiere, han sustituido a los rivales, y la competencia militar, la han sustituido con Ia competencia económica.
Hasta Foreign Affairs, la revista donde por medio siglo se han publicado los más celebrados ensayos en el tema de la diplomacia norteamericana, ha tenido que adaptarse al mundo de la geoeconomía y de la competencia económica. En sus paginas se discute el tema del deterioro de la economía de Estados Unidos, y la supuesta falta de competitividad de sus industrias manufactureras en su propio mercado, así como en los mercados internacionales. Inclusive, en su publicación de mayo/junio de 1994, ocurrió algo que hubiese sido impensable durante la década de los 80: sus principales artículos fueron los de Roger Altman y Jagdish Bhagwati, alrededor de la relación comercial entre Estados Unidos y Japón, mientras el ensayo de Henry Kissinger sobre la Doctrina de Contención, fue relegado a los del montón, en la periferia de la revista.
Se pudiera argumentar que, por más de una década, se viene formando entre las élites norteamericanas un nuevo consenso según el cual, los achaques económicos de Estados Unidos son el resultado de 40 años de «internacionalismo excesivo y de Guerra Fría». ¿Acaso la defensa del mundo libre, desde el Plan Marshall hasta la guerra del Golfo Pérsico, no tuvo un precio elevadísimo? ¿Y acaso no es justo que ahora le toque al Mundo Libre -libre gracias al Tesoro y a los sacrificios de Estados Unidos- encontrar la manera de recompensar a su antiguo protector?
De acuerdo a la lógica anterior, los promotores de este nuevo consenso se sienten con licencia para defender agresivamente lo que perciben como el «interés nacional», sobre todo en asuntos comerciales, alegando que ahora le toca a las otras naciones abrir sus mercados, como Estados Unidos lo hizo entre los años 50 y principios de los 70. En el futuro, como lo ha repetido en numerosas ocasiones el Embajador Michael Kantor, Representante Comercial de la Administración Clinton, Estados Unidos ya no está dispuesto a hacer concesiones unilaterales de ninguna clase: el chantaje geopolítico de la Guerra Fría se terminó. Y, tampoco, están dispuestos a subordinar sus intereses comerciales al chantaje comercial de la Agenda Norte Sur.
Este ensayo se concentra en los Estados Unidos de los 90 y en su posible relación con los países del Istmo Centroamericano. El supuesto en el cual descansa para su desarrollo es elemental: Estados Unidos no tiene una política exterior específicamente diseñada para estos países: el peso de la región no lo amerita. Es desde su posición global, definida por sus relaciones con los países poderosos o potencialmente poderosos, que se desprende la política de Estados Unidos hacia Centroamérica. En la era de la geopolítica, como se verá a continuación, la importancia regional fluctuó dependiendo de la intensidad de la rivalidad con la Unión Soviética. Y en la era del comercio, como pretendo demostrar en el resto del trabajo, la relación dependerá de los déficit comerciales de Estados Unidos con el Japón, del éxito de los nuevos vínculos comerciales con México y, sobre todo, del estado de ánimo -the mood- de la mayoría de la ciudadanía de Estados Unidos con su futuro económico.
La era de la geopolítica
Durante los años de la post-guerra, la política exterior de Estados Unidos fue marcada por su rivalidad con la Unión Soviética. Y todos los aspectos de sus relaciones con otras naciones, se subordinaban a lo que ellos percibían como los impulsos expansionistas del sistema soviético, un híbrido fatal de ideología y de tradición imperial, que conformaba un expansionismo sin límites, poseído de una vocación universal.
Estados Unidos, lleno de voluntad, de recursos propios y de una hegemonía sin precedentes en la economía mundial, reaccionó ante semejante desafío con la elaboración e implementación de una Doctrina de Contención Global. Según el principio vital de la misma, no existía región en el mundo, sin importar su lejanía o su irrelevancia económica, que potencialmente no fuese de importancia estratégica para el interés nacional de Estados Unidos. Todo dependía de los movimientos de la Unión Soviética y de sus clientes. Si Moscú demostraba interés por la frontera X, a miles de kilómetros de la costa de California, y sin otro recurso natural que miles de millas cuadradas de selva, automáticamente la frontera X adquiría valor en los ojos de Washington. Luego que, a lo largo de más de 40 años de Guerra Fría, se hubiese conformado un mercado de la geopolítica en el cual se cotizaban los valores de las múltiples fronteras dependiendo, fundamentalmente, del interés soviético y de la intensidad de la rivalidad.
Aunque consistente con el principio vital de la Doctrina de Contención, en el caso
de Centroamérica fue su vecindad a Estados Unidos lo que le restó valor geopolítico. La intimidad geográfica entre Centroamérica y Estados Unidos llevó a la Unión Soviética a auto-excluirse de competir en la zona, reconociendo un sentido del «fatalismo geográfico». Ni siquiera la Revolución Cubana cambió substancialmente esta percepción, puesto que, para los soviéticos, Cuba no dejó de ser por mucho tiempo el accidente feliz, el resultado de un momento de descuido fatal. Inclusive, la Unión Soviética, en la mayoría de los casos, no compartió el proyecto fidelista de sembrar focos guerrilleros a lo largo de la América Española, y hasta miraron con cierto deleite el fracaso de los mismos.
En las primeras décadas de la Guerra Fría, la preocupación de Estados Unidos se centraba en las fronteras europeas y en otras fronteras lejanas como las de la Península Koreana, el propio Japón, las Filipinas y, por supuesto, Vietnam, junto con los países vecinos de Tailandia, Laos y Camboya, además de la India, Turquía, Irán, Jordania, Egipto e Israel. Entre 1947 y 1977, los años de la inauguración del Plan Marshall y de la presidencia de Carter, este conjunto de países recibió de Estados Unidos cerca de $131 mil millones en asistencia económica y militar, sin contabilizar los diversos beneficios debido a preferencias comerciales y por acuerdos de transferencias de tecnología.
En contraste, en esos mismos 30 años, Centroamérica y Panamá sólo recibieron $2.137 millones en asistencia económica y militar, o sea, un promedio anual de $70 millones para toda la región. En esos años, la Alianza para el Progreso le dio prioridad a Colombia y a Chile. Antes de 1970, la ayuda de Estados Unidos a estos dos países suma $3 mil millones.
Fue en la década de los 80, la última década de la Guerra Fría, cuando Centroamérica se cotizó en el mercado de la geopolítica. Si en las fronteras lejanas de África, Irán y Afganistán, los soviéticos lograban avanzar, también lo lograron en Centroamérica, donde Estados Unidos se tuvo que enfrentar al hecho consumado de la Revolución Sandinista y a la ofensiva guerrillera en El Salvador.
Los cubanos fueron los primeros en revivir su militancia en la región y, ante las ventajas de una presencia significativa en tierra firme y acceso a las aguas del Pacífico, la Unión Soviética de Brezhnev decidió por reconsiderar su sentido del «fatalismo geográfico» y estableció vínculos económicos y militares con Nicaragua, que duraron hasta 1990, cuando todavía gobernaba Gorbachev.
Entre los años fiscales 1981 y 1991, Estados Unidos le otorgó a los países del Istmo (excluyendo Nicaragua y Panamá), más de $9 mil millones en ayuda económica y militar, de los cuales, cerca de $4 mil millones fueron otorgados en los tan deseados Economic Support Funds (ESF), los que además de ser
desembolsados de manera inmediata, sin estar atados a proyectos específicos, también tenían la ventaja de poder ser utilizados para cubrir los gastos ordinarios del gobierno central y aliviar sus presiones de balanza de pagos.
En los 80, no sólo fueron los volúmenes de ayuda los que aumentaron dramáticamente sino que, también, la calidad de la ayuda mejoró notablemente. Con los desembolsos de los ESF, Estados Unidos ubicaba a Centroamérica en la lista de países estratégicos, junto a Israel y Egipto. Más aún, ante la Revolución liderada por Bishop en la pequeña isla caribeña de Grenada, la Administración Reagan reaccionó, entre otras cosas, con la iniciativa de la Cuenca del Caribe, otorgándole preferencias comerciales a los países del Caribe y de Centroamérica.
En el mundo de los años 90, sin la amenaza de la Unión Soviética, el mercado de la geopolítica ha perdido valor. Los niveles de ayuda norteamericana han disminuido substancialmente, y Centroamérica ha regresado a su lugar tradicional de frontera menor. En el año fiscal de 1994, en el primer presupuesto de la Administración Clinton, Costa Rica, Guatemala, Honduras y Panamá fueron excluidos del presupuesto de Economic Support Funds. Mientras, la Nicaragua de doña Violeta Barrios de Chamorro y El Salvador terminaron recibiendo, en Economic Support Funds, cifras menores a las originalmente programadas. De los $48 millones en ESF solicitados por Nicaragua, sólo fueron aprobados $1 O millones; mientras que, de los $90 millones en ESF solicitados para El Salvador, sólo quedaron $45 millones.
Los recortes en ESF para Nicaragua y El Salvador fueron de una magnitud significativa, sobre todo si se toma en cuenta que, entre los años fiscales 1990 y 1993, el gobierno de Nicaragua recibió de ESF un exceso de $600 millones; mientras, El Salvador recibió en ese mismo período y en esos mismos fondos más de $500 millones. Para los otros países de la región, su exclusión del presupuesto de ESF fue menos dramático, puesto que sus gobiernos, a partir del año fiscal 1992, se empezaron a ajustar al olvido norteamericano, reconociendo que Nicaragua y El Salvador eran los dos casos especiales de la política exterior de Estados Unidos, los remanentes de su política de la década de los 80.
Pero, además de la falta de incentivos geopolíticos, los recortes en los niveles de ayuda a Centroamérica también obedecían a las presiones fiscales de la economía norteamericana y a un reordenamiento en las prioridades geográficas de la política exterior de Estados Unidos. Obviamente, existen áreas de mayor relevancia como la de los antiguos países socialistas en Europa, Africa del Sur, y el territorio autónomo de los palestinos. Y si en el año fiscal 1990, a Latinoamérica y el Caribe se les asignó $2.100 millones en asistencia económica, en el año fiscal 1994, los montos fueron disminuidos a $770 millones. Para el año fiscal 1995, en su primera solicitud al Congreso, la Administración Clinton solamente le asignó a Centroamérica y Panamá $250 millones en ayuda económica (aunque se debe advertir que estos montos siguen representando más de un tercio de la ayuda total para Latinoamérica y el Caribe). Mientras, en el caso particular de Costa Rica, en el año fiscal 1995 sólo se le asignó $8 millones en ayuda económica, una cantidad inferior a los $15 millones del año fiscal 1980, un año antes de que la región se valorizara geopolíticamente.
La paradoja de los 90: Estados Unidos Inc.
Los años 90 se nos presentan envueltos en una paradoja: es en su momento de mayor poderío militar cuando los ciudadanos de Estados Unidos se sienten más inseguros de su futuro económico. Y sin los desafíos del comunismo, se encuentran abrumados por una nueva obsesión: ¿hasta dónde son capaces de ganarse la vida como nación, en una economía mundial extraordinariamente competitiva y sin barreras para los flujos de capital? Después de todo, la competencia a la cual se enfrentan los Estados Unidos viene simultáneamente del Este y del Sur: la del Japón, en productos de alta tecnología; y la de México, donde la mano de obra es más económica.
Luego, no nos debería sorprender que la metáfora que ilustra los nuevos desafíos de Estados Unidos ya no sea la del portaaviones, escoltado por un escuadrón de F-16s y con su bandera ondeando en los siete mares. Si a algo se asemejan los Estados Unidos del nuevo milenio, según el Presidente Clinton, «es a una gran empresa, compitiendo en el mercado mundial».
Y es aquí donde la nueva obsesión se torna problemática pues, si se acepta la validez de la metáfora presidencial, la de Estados Unidos lnc., nos encontramos con una empresa en serios problemas. Por la vieja obsesión de varias décadas con la Unión Soviética, sus gerentes no sólo descuidaron su propia organización -su infraestructura, . la educación de sus empleados, los niveles de inversión en el desarrollo y aplicación de nueva tecnología- sino que también fortalecieron a la competencia -a Japón, Alemania, la propia China- con generosos programas de asistencia económica, con subsidios militares, con tratados de preferencias comerciales y transferencias de tecnología. En el momento en que la Empresa Estados Unidos Inc. debería estar más ágil que nunca, es precisamente cuando se encuentra cargando los costos acumulados de 40 años de guerra fría.
Los costos macroeconómicos de la Guerra Fría
Entre 1950 y 1990, en dólares de 1992, los Estados Unidos invirtieron en la creación y en el mantenimiento de su aparato militar, $11,5 trillones; o sea, un promedio anual de $279 mil millones a lo largo de 40 años. Y en la década de los 80, debido a las exigencias del programa de la «Guerra de las Galaxias», en cinco años fiscales, las asignaciones militares superaron en dólares del 91, los $300 mil millones por año. En esa misma década de los 80, el presupuesto militar de Estados Unidos aumentó en 50%, y si en 1980, sus gastos en defensa representaban el 22% de los gastos en este ramo a nivel mundial, para 1985, este porcentaje se elevó al 28%. En esos 40 años, Estados Unidos gastó en su defensa y en la del Mundo Libre, un promedio anual del 7,8% del PIB; mientras las contribuciones de Alemania y Japón, alcanzaron un promedio del 3,8% y 1,0%, respectivamente. Todavía en 1990, Estados Unidos asignó a su defensa el 5,4% del PIB, mientras Alemania sólo asignó 2,0% y Japón menos del 1,0%.
Sin duda alguna, semejantes gastos militares contribuyeron a los desequilibrios fiscales de la economía norteamericana durante los años 80, los que se agravaron cuando también se toma en cuenta el crecimiento de los múltiples programas de entitlements, cuyos niveles pasaron de $373 mil millones en el año fiscal 1982, a $902 mil millones en el año fiscal 1992.
La suma de los déficits fiscales entre 1981 y 1990 se acercó a los $2 trillones, y si en los años fiscales 87, 88 y 89, los déficits se quedaron en cerca de $150 mil millones por año, en el año fiscal 1991, el déficit se disparó a $221 mil millones, y en el año fiscal 1992, éste llegó a $290 mil millones, representando el 4,4% del PIB, un porcentaje superior al del año fiscal 1986, cuando este porcentaje fue del 3,4%, el más alto durante los años 80.
La magnitud de estos números obligó a los Estados Unidos -cuya sociedad se ha caracterizado por su propensidad al consumo, sin hábitos que favorezcan el ahorro- a tener que acudir a los ahorros externos, para cerrar la brecha fiscal sin inflación, y sin sacrificar la demanda de crédito generada por las nuevas inversiones. Entre 1960 y 1967, el nivel de ahorros de los Estados Unidos superaba el 10% del PIB, mientras entre 1980 y 1989, el porcentaje promedio fue del 3,5%. Si bien es cierto, la tasa de ahorro del Japón cayó de un promedio de 21 % del PIB entre 1960 y 1967, a 18% entre 1980 y 1989, ésta sigue siendo superior a la de Estados Unidos, cuyo estimado más reciente la ubica entre 2% y 3% del PIB.
Si el alza en los intereses tuvo sus orígenes en las medidas anti-inflacionarias de Paul Volker, cuando la inflación alcanzó 16% en la primera mitad de 1980, estos se mantuvieron elevados ante las necesidades de la economía norteamericana de atraer ahorros externos. Aún cuando los intereses empezaron a descender en 1983, continuaron siendo atractivos para los capitales de otros países hasta mediados de 1986.
El alza en los intereses se reflejó en el valor del dólar, cuyo poder de compra vis a vis la monedas de sus competidores, se mantuvo alto entre 1979 y mediados de 1985. Con la valorización del dólar, las industrias norteamericanas perdieron su ventaja competitiva adquirida con la devaluación del mismo a principios de los años 70. Aunque todavía en 1981, las exportaciones de manufacturas de Estados Unidos equivalían al valor de sus manufacturas importadas, las exportaciones de sus productos agrícolas, combinadas con los dividendos generados por sus inversiones en el extranjero, ajustaban para pagar la cuenta petrolera.
Después de haber registrado en 1981 un pequeño excedente en la cuenta corriente de su balanza de pagos, tal como lo venía haciendo desde principios de siglo, en 1983 Estados Unidos registró un déficit comercial de $67 mil millones y, entre 1984 y 1986, los déficit comerciales acumulados fueron de $380 mil millones, de los cuales, $135 mil millones fueron con el Japón. A principios de los años 80, el valor de las importaciones de Estados Unidos aumentó en 50%, mientras el valor de sus exportaciones disminuyó en 2%.
Entre 1985 y 1987, el dólar se devaluó en 50% vis a vis el marco alemán y el yen, lo que trajo una mejora en sus déficits comerciales. Sin embargo, los déficits se mantuvieron arriba de $100 mil millones por año, hasta 1991, cuando el déficit fue reducido a $65 mil millones.
En los años 80 se originó el fenómeno de los «déficits gemelos», y según Martín Feldstein, profesor de economía en la Universidad de Harvard, el déficit comercial no se podría resolver, sin anteriormente haber resuelto el fiscal. Su argumento descansaba en un principio básico de contabilidad: las cuentas de capital y comercial en la Balanza de Pagos tienen que cuadrar. Si los norteamericanos venden un número mayor de sus activos a inversionistas de otros países, al final del día, tienen que terminar importando más bienes de los que exportan.
Con la caída del dólar y de los intereses, los japoneses y otros inversionistas extranjeros dejaron de colocar su dinero en inversiones de portafolio y en la segunda mitad de los 80 se dedicaron a comprar bienes raíces y empresas norteamericanas. En 1987, los japoneses hicieron inversiones directas en Estados Unidos por cerca de $10 mil millones, y por $15 mil millones en 1988. Entre 1985 y 1988, los japoneses adquirieron bienes raíces con un valor aproximado de $19 mil millones. La inversión total de extranjeros en Estados Unidos saltó de $20 mil millones en 1985, a $35 mil millones en 1986, alcanzando su pico de $68 mil millones en 1989, bajando a $49 mil millones en 1990 y a $25 mil millones en 1991.
Tal como lo señalan las cifras anteriores, el flujo de recursos externos se mantuvo, lo que siguió compensando por la insuficiencia en los ahorros internos de la economía de Estados Unidos. En 1990, su deuda federal superó los $3 trillones, y su posición neta como inversionista internacional paso de un superávit de $141 mil millones en 1981, a un déficit de $112 mil millones en 1985, y de $650 mil millones en 1990.
Un problema de productividad
A pesar de la reducción de los déficits comerciales de Estados Unidos y un dólar barato (100 yenes x 1 dólar), los déficits con Japón no sólo han persistido, sino que también han aumentado a niveles sin precedente (al menos cuando se miden en dólares). En 1991, el déficit comercial con Japón fue de $44 mil millones, en 1992 fue de $49 mil millones y, en 1993, el déficit llegó a la suma de $59 mil millones.
Es por lo dicho que el remedio para los déficits no sólo se debe limitar a ajustes en las tasas de intercambio, o inclusive, a un mejor manejo de las cuentas fiscales. A los déficits comerciales no se les puede divorciar del problema fundamental de la productividad. Si entre 1948 y 1996, la productividad de la fuerza laboral de Estados Unidos creció en un promedio anual del 2,6%, entre 1973 y 1979, el crecimiento fue de 1,8% y, entre 1973 y 1979, sólo del 0,6%. Más aún, si entre 1975 y 1985 el crecimiento de la productividad de su fuerza laboral en manufacturas s~ acercó a un promedio anual del 2,0%, esta tasa fue muy inferior a la del Japón, con un promedio del 7,3%, o a la de Alemania Occidental, con un promedio del 3,3%, e inclusive a la de Gran Bretaña, con un promedio del 2,3%.
Cuando se toma en cuenta el impacto de factores como nueva tecnología, mejoras en la educación y en la motivación de la fuerza laboral, así como la introducción de mejores técnicas de administración y organización, la tasa de crecimiento de la productividad de la economía norteamericana cayó de 2,0% como promedio anual entre 1948 y 1973, a casi 0% entre 1973 y 1979. Ahora bien, si se registraron mejoras en los 80, la productividad de la economía norteamericana continuaba siendo inferior a la registrada anteriormente a 1973.
Este problema de la productividad se torna más grave aún cuando se compara el grado de apertura de la economía de Estados Unidos en los 80, con el de las décadas de los 50, 60 y 70. Fue en los 80, que la gran mayoría de las firmas norteamericanas dedicadas a las manufacturas empezaron a depender de sus exportaciones para crecer o tuvieron que enfrentar la competencia internacional en su propio mercado. En los 90, la economía de Estados Unidos es mucho más sensible a su sector externo que en décadas pasadas: la suma del valor de sus exportaciones e importaciones, superó el 22% del PIB.
Los años 80 fueron declarados como la década fatídica para los obreros industriales de Estados Unidos, pues se perdieron más de un millón de puestos de trabajo en el sector manufacturero, debido al aumento de las importaciones. Otros estimados ubican la pérdida de trabajos en la industria pesada en medio millón. Más aún, los nuevos empleos con los que se sustituyeron el millón de trabajos perdidos, se dieron en el sector servicios, con lo que según Lester Thurow, uno de los economistas más destacados de los últimos años, los salarios reales cayeron en la misma década en un 6%, ya que la diferencia salarial es de 30% entre un puesto de trabajo en manufacturas y un puesto de trabajo en servicios.
En 1950, 50% de la fuerza laboral de Estados Unidos se ubicaba en manufacturas, mientras en los 90, este porcentaje estaba por debajo del 17%, quedando en desventaja con Japón, donde el 28% de su fuerza laboral sigue en manufacturas, o en Alemania Occidental, donde este porcentaje es del 33%. Independientemente de si este movimiento de las manufacturas a una fase distinta de la actividad económica es parte de una evolución normal, como ocurrió cuando se dio el movimiento de la agricultura a la industria, entre 1979 y 1986, en los Estados Unidos los empleos en manufacturas se vieron disminuidos en 10%, con todas las consecuencias sociales que esto acarrea en el corto plazo.
Según Robert Reich, Secretario del Trabajo de la Administración Clinton, en las últimas 4 recesiones, el 44% de los que quedaron desempleados recuperaron sus antiguos puestos de trabajo, una vez que éstas fueron superadas. Pero en la última recesión del 90/91, sólo el 14% de los desempleados lograron recuperar sus antiguos puestos de trabajo. Aquellos que perdieron sus trabajos en la industria automotriz, o en la de herramientas industriales (machine tools), al adquirir empleos en otras líneas de ocupación, tuvieron que aceptar recortes salariales entre 30% y 50%. Y estos fueron los afortunados, puesto que los mayores de 50 años, quedaron reducidos a la periferia del mercado de trabajo, estancados entre los 6 millones de norteamericanos que sólo han podido encontrar empleo a medio tiempo.
Los críticos de la Administración Reagan no han dejado de enfatizar la «poca calidad» de los trabajos generados en los 80, y los han descartado como trabajos de salario mínimo, propios de la industria hotelera y de los restaurantes de comida de servicio rápido, como los Wendy’s y McDonald’s. En 1989, 18% de los puestos de trabajo apenas generaban un ingreso anual de $12.195, en comparación a sólo el 12% en 1979. Y existen estimados que ubican la mitad de trabajos creados en los 80, con salarios de menos de $11.000 por año.
A lo dicho, se le debe agregar la pérdida de empleos de primera línea en la industria militar, donde las proyecciones del presupuesto militar para el año fiscal 1997, reportan una caída en términos reales del 40%, en comparación al presupuesto del año fiscal de 1985. A la altura de 1999, el gasto militar como porcentaje de los gastos totales, sólo será del 14% (cuando fue del 27% en 1985), y como porcentaje del PIB, estos gastos representan menos del 3%. Según los estimados de la Oficina del Presupuesto en el Congreso de Estados Unidos, entre J 991 y 1995, se perderán un millón de trabajos en el área militar; de los cuales 400.000 impactarán a obreros en industrias dedicadas a la producción de equipo militar. Otros estimados ubican esta pérdida de empleos, para este mismo período, en millón y medio.
Entre los desempleados de los 90, hay desde obreros calificados, pasando por ingenieros, hasta gerentes de nivel intermedio, acostumbrados a ganar entre $40.000 y $45.000 por año, que a los 40/45 años de edad se preguntan dónde está su futuro. Hasta la fecha, la respuesta la han encontrado en WalMart, la que, después de General Motors, se ha convertido en el empleador más grande de Estados Unidos. El éxito de estas supertiendas consiste en la variedad de sus productos a la venta y en los precios de los mismos, con empleados que sólo ganan entre $5 y $8 la hora (más un bono sobre las ganancias), con un horario «de tiempo completo» entre 28 y 30 horas semanales.
Tanto en los 80 como en los 90, pero sobretodo en lo que va de esta década, la fuerza laboral norteamericana dedicada a las manufacturas ha experimentado arranques de mejoría notable en su productividad. Por ejemplo, en 1992, su productividad subió en 4,6%, en comparación a sólo 1,7% en 1991. Sin embargo, estos ammques son de esperar cuando la economía demuestra su vigor al salir de una recesión, como ocurrió después de la del 81/82, o de la del 90/91, y después de haber hecho recortes importantes en la fuerza de trabajo.
Pero en una democracia que descansa en la prosperidad de la mayoría de sus ciudadanos, y donde los votantes tienen el recurso de castigar o premiar a los gobernantes de turno, los aumentos en la productividad no pueden ser función exclusiva del desempleo. De allí la preocupación del equipo del Presidente Clinton por encontrar maneras de aumentar la productividad más allá del downsizing, y generar mayores y mejores oportunidades de empleo.
Enfrentando el doble desafío
Tan marcada ha sido la preocupación de los norteamericanos con los «desafíos gemelos» de la productividad y competitividad, que hasta su agenda social la han reorientado en esta dirección. En el discurso público de la nación, ya no se oyen argumentos reforzando la misión histórica de los colegios públicos en la formación de los ciudadanos, con el fin de enseñarles a participar en la vida de la República; la nueva pregunta consiste en cómo hacer para transformar a estos colegios en centros vocacionales, dedicados a la producción de obreros eficientes, capaces de competir con los del mundo asiático.
Inclusive, las reformas al sistema de seguros y atención médica propuesta por la Administración Clinton, originalmente se centrarón en la importancia de contener Jos gastos de esta actividad, los que en 1992 llegaron a $800 mil millones, el equivalente al 14% del PIB de Estados Unidos. Las proyecciones para el año 2000 ubican estos gastos en 19% del PIB y, aún asumiendo escenarios óptimos, que parten de reformas efectivas al sistema de seguros y atención médica, los recortes en estos gastos no pasarían del 7 ,3% del PIB en el año 2000.
Estos porcentajes resultan muy elevados cuando son comparados a los de la competencia, a los del Japón y Alemania, los que a la altura de 1990 andaban en 8,2% del PIB en el caso del primero y 6,7%, en el caso del segundo. En términos de la producción, estos gastos han aumentado los costos de compañías como la Ford, cuyos gastos de atención médica para sus obreros, incluyendo los retirados, no pasaban de $141 millones en 1970. Pero para 1991, estos gastos llegaron a $1.300 millones, los que representaban la misma cantidad de lo que la compañía gastaba en la adquisición de acero, además de añadirle un costo de $500 por vehículo, en comparación a los costos de la industria automotriz en Japón.
Pero aún si se asume el mejor de los escenarios, como el que ha pintado Robert Reich, siendo Estados Unidos capaz de superar buena parte de su «déficit competitivo» invirtiendo en su descuidada infraestructura económica y en la educación de su fuerza laboral, además de «reinventar el Estado» para impulsar creativamente una política de «desarrollo industrial», estos avances no serían suficientes para enfrentar el doble desafío al que nos referimos al iniciar la segunda parte de este ensayo: ¿Cómo competir con el Japón y México?
Los japoneses siguen siendo grandes productores y terribles consumidores; mientras México, y otros países del Sur,. tienen la ventaja de una mano de obra más económica y con rendimientos que se acercan, cada día más, a los de la fuerza de trabajo de los países del Norte.
¿Qué hacer con el Japón?
En el caso del Japón, la Administración Clinton creyó haber encontrado la solución en los acuerdos preliminares de julio de 1993, los cuales, según la interpretación de W ashíngton, comprometían al Japón a reducir su superávit comercial del 3,5% del PIB, a menos del 2%, en un período de tres a cuatro años, además de otras concesiones diseñadas a aumentar la participación de productos norteamericanos, desde automóviles hasta productos farmacéuticos, en el mercado japonés. En estos acuerdos, los japoneses también se comprometieron a adelantar concesiones fiscales significativas a sus ciudadanos (6 trillones de yenes), con el fin de estimular la demanda interna y promover las importaciones del país. A cambio, Estados Unidos se comprometió a tomar medidas que mejoren su competitividad, a aumentar sus tasas de ahorro, a disminuir los déficits fiscales y, sobre todo, a mantener su mercado abierto a productos japoneses. Aunque, según la Administración Clinton, esta última promesa estaba condicionada a que Japón cumpliera con lo acordado.
Como lo han repetido en numerosas ocasiones miembros destacados de la Administración Clinton, Estados Unidos no permitirá que, mientras las importaciones de manufacturas de los países del Grupo de los Siete alcancen un promedio del 7,4% del PIB, las del Japón sólo representan 3, l %. Y no seguirán tolerando una relación comercial, donde las importaciones provenientes del Japón en la industria automotriz superen los $30 mil millones, mientras el valor de sus exportaciones al Japón, en esta misma línea de productos, sólo sea de $2 mil millones (cifras del 92). Más aún, desde los acuerdos de Plaza en setiembre de 1985, cuando Japón acordó fortalecer su moneda vis a vis la de sus principales competidores, en vez de reducir su superávit comercial como era la intención, el superávit comercial se duplicó en un período de sólo siete años.
Como era de esperarse, los japoneses tienen otra interpretación de lo acordado en julio de 1993, y no reconocen haber accedido a cuotas numéricas o a plazos fijos. Fue esta diferencia en interpretaciones lo que obstaculizó la firma de un acuerdo más formal entre Japón y Estados Unidos, durante la visita de Hosokawa a Washington en febrero de 1994. Pero, al final de cuentas, la Administración Clinton está segura de que saldrá victoriosa de sus diferencias con el Japón, con acuerdo o sin acuerdo. Los Estados Unidos siguen siendo el gran mercado de la economía mundial, dueño del 40%, y hasta del 60% de la demanda para productos de alta tecnología y de alto valor agregado. Y si bien es cierto, a lo largo de los últimos años, Japón se ha integrado con mayor vigor con sus vecinos asiáticos, desde Taiwan, pasando por Corea del Sur, hasta llegar a Tailandia, lo ha hecho con el fin de generar una división del trabajo más económica (tratando de minimizar el daño de un super yen), pero que sigue teniendo a los Estados Unidos como el comprador del producto final generado por el sub-sistema asiático.
¿Qué hacer con México?
Japón es la fijación de la Administración Clinton, y de las grandes firmas norteamericanas dedicadas a productos de alta tecnología; México, y otros países del Sur, son la fijación de los sindicatos norteamericanos, como quedó demostrado durante las discusiones del Tratado de Libre Comercio del Norte (TLC). El alegato de que la mano de obra barata termina siendo cara y que, por lo tanto, no es competencia para la mano de obra norteamericana, no es aceptado por las cúpulas sindicales, los que a su vez no se sienten tan confiados en el viejo argumento de que la productividad de su fuerza laboral es cinco veces mayor que la de México y, por lo tanto, justifica la diferencia salarial.
Después de todo, la fuerza de trabajo en las maquiladoras mexicanas ha demostrado una gran versatilidad en el momento de adaptar nuevas técnicas, como Just in Time Inventory, Zero Defect Teams, Work Teams, y Quality Control Circles, si se quiere, los últimos gritos de la moda industrial en Japón y en Estados Unidos. Entre 1980 y 1993, la productividad de los obreros mexicanos en manufacturas aumento en 41 %, y se ha estimado que 40% de los obreros en la industria automotriz tienen educación universitaria, o de instituto técnico. En la planta de la Ford-Mazda en Hermosillo, México, los niveles de productividad y de calidad son los mismos que los de Dearborn o Rouge, en Estados Unidos y un poco por debajo de los de la planta de Mazda, en Hiroshima, Japón. Pero el salario, con todas las compensaciones incluidas, para un obrero en la industria automotriz de México, es de $3,33 la hora; mientras que, para el obrero en una planta en Rouge, es de $24,21 la hora. Tan marcada es esta brecha salarial que sindicatos y miembros destacados de la clase política e intelectual de los países del Norte han introducido el novedoso concepto de Social Dumping, alegando que los países del Sur tienen la ventaja de fuerzas de trabajo baratas, sin ninguna organización sindical efectiva, y sin ninguna protección para el medio ambiente. Los defensores de esta tesis, cuando discuten el tema de México señalan como, a pesar de un aumento notable en la productividad de su fuerza laboral durante los últimos 10 años, para 1992, en términos reales, los salarios y beneficios sólo representaban un 68% de los niveles de 1980. Y, en el caso de las maquiladoras en el Norte de México, las que pasaron de emplear 131 mil obreros en 1981 a más de medio millón en 1992, han argumentado que los aumentos salariales no reflejan semejante salto en el número de ocupados.
Luego, según los defensores de la tesis del Social Dumping, a los países del Sur sólo les queda un camino a seguir: mayor y mejor organización obrera. Las cúpulas sindicales de Estados Unidos han redescubierto su «solidaridad de clases» con los obreros al sur del Río Bravo y están ansiosos de ligar el tema del comercio a una agenda más ambiciosa y llena de dificultades, la que además de contemplar la cuestión laboral, también incluya los problemas de la democracia, los derechos humanos y la promoción de regulaciones para proteger el medio ambiente.
Si bien es cierto que en México los empleos en las maquilas han aumentado considerablemente y los ajustes salariales no han reflejado estos aumentos, no se puede decir que esto obedece necesariamente a sindicatos débiles y a códigos del trabajo que no se cumplen. La tasa de crecimiento económico en México ha promediado 1,9% por año, mientras la fuerza de trabajo ha aumentado en 3% anualmente. La población mexicana es tan abrumadoramente joven, que sólo 1/3 de la misma es considerada como económicamente activa. Y es evidente que medio millón de puestos de trabajo generados en las maquilas durante los últimos 10 años, se quedan cortos, cuando cada año, entre varones y mujeres, se suman un millón al mercado de trabajo.
La solución que ofrecen los sindicatos de Estados Unidos para Latinoamérica es contraria a su propia experiencia, ya que una de las grandes fuerzas de la economía de Estados Unidos consiste precisamente en la flexibilidad de su mercado de trabajo. Entre 1965 y 1994, su oferta de empleo aumentó en 70%, y fue capaz de asimilar los aumentos de su población económicamente activa, la que pasó de representar el 57% del total, a un 62%, entre las décadas de los 70 y los 80. En contraste, en los países de la Comunidad Económica Europea, donde los mercados de trabajo son menos flexibles y donde su fuerza laboral no creció con la rapidez de la de Estados Unidos, entre 1973 y 1985, el desempleo se quintuplicó. En los 80, la tasa de desempleo promedio en la Comunidad Económica Europea fue del 10% y, en 1992, ésta se elevó a un promedio del 12%. En España, donde una empresa no puede despedir a más de 10 operarios en un mes sin permiso del Ministerio de Trabajo (el que no lo concede a menos que los obreros estén de acuerdo) y donde el despedido puede acumular hasta 45 días de pago por año de trabajo, el nivel de desocupación llega al 25% de la población económicamente activa, y de los que están empleados, cerca del 30% lo hacen bajo contratos de empleo temporal o por medio tiempo.
No hay duda que este aumento en la oferta de empleo en Estados Unidos tuvo su costo, puesto que los salarios reales sólo crecieron en 0,4% anualmente durante los años 70 y 80, mientras en Europa, para ese mismo período, los salarios reales crecieron en 1,7% anualmente. Aunque también se pudiera argumentar que el costo de este crecimiento en los salarios reales fue un nivel de desempleo que duplicó al de Estados Unidos.
Las operaciones de la Hoover en Francia se han trasladado a Escocia y se esperaba que, en 1994, la BMW trasladara parte de sus operaciones de Alemania a Estados Unidos, donde como se acaba de señalar, los salarios reales han crecido por debajo de los de Europa. En ambos casos, las decisiones de traslado fueron influenciadas por la búsqueda de mercados de trabajo más flexibles. Los salarios en el sector manufacturero de la antigua Alemania Occidental, a $25 la hora, con 25 a 32 días de vacaciones pagadas por año, además de 10 a 13 días de fiesta oficiales o religiosas, son insostenibles en una Alemania unificada y con vecinos como Polonia, donde la hora de trabajo en manufacturas se acerca a $2 la hora, o Checoslovaquia, a $1,60 la hora. En estos tiempos de globalización, cuando pensamos en «mano de obra barata», no sólo debemos pensar en Pakistán o Bangladesh: hay un mundo nuevo de naciones integradas a la economía mundial, con un capital humano de primer orden y de antigua tradición industrial.
El Tratado de Libre Comercio del Norte: ¿Habrán nuevos miembros?
En años recientes, el ambiente intelectual de Estados Unidos ha contribuido a profundizar las ansiedades económicas de sus ciudadanos. Las ideas del celebrado libro de Paul Kennedy, publicado en 1987, todavía se asoman en todas las discusiones sobre el futuro de la nación del Norte. Los precedentes históricos a los que acude en su libro parecen confirmar su principal conclusión: cuando el poderío y el gasto militar es excesivo (o ha sido excesivo), las energías económicas de las grandes naciones se terminan diluyendo.
El libro de James Fallows, publicado en 1994, sobre el éxito comercial del Japón, ha contribuido a legitimar medidas proteccionistas y a resaltar el rol del Estado en la vida económica de la nación. Inclusive, Fallows ha cuestionado la tradición anglosajona, dentro de la cual, las naciones no deberían tener intereses económicos más allá de los individuos como consumidores. Y más bien, se ha identificado con la tradición de los alemanes y los japoneses, dentro de la cual, el individuo como consumidor debería estar dispuesto a sacrificarse en favor de los intereses de los productores. Para Fallows, su «héroe intelectual» (el cual comparte con los japoneses) es el alemán Friedrich List, cuya obra económica, publicada a mediados del siglo pasado, predicaba que la riqueza de una sociedad estaba determinada «por lo que puede hacer y no por lo que puede comprar».
Por su parte, los trabajos de los historiadores económicos William Lazonick y Thomas McCraws (de la Escuela de Negocios de Harvard) se han concentrado en resaltar las ventajas del proteccionismo en el desarrollo industrial de la propia Inglaterra y de los llamados Late Comers, como Francia, Prusia, Estados Unidos y Japón. Según estos autores, por un siglo y medio después de su Independencia, Estados Unidos demostró una marcada preferencia por el proteccionismo, obligando al Japón a mediados del siglo XIX a manejar una tarifa promedio que no podía pasar del 5%, mientras la suya llegaba al 30%. La apertura comercial de Estados Unidos fue durante la post-guerra, cuando el mundo le pertenecía a sus industrias.
En medio de este nuevo ambiente intelectual, Alan Tonelson ha defendido las medidas neo proteccionistas de los años 80, cuando la administración Reagan negoció exitosamente las primeras «restricciones voluntarias» de las exportaciones del Japón a los Estados Unidos. En su artículo de Foreign Affairs de julio/agosto de 1994, Tonelson criticó fuertemente lo que clasificó como «ortodoxia económica», según la cual, las industrias que gozan de protección arancelaria se vuelven haraganas y avaras, ya que sin competencia pierden los incentivos para mejorar la calidad de sus productos, aumentar su productividad, y ofrecer precios competitivos a los consumidores. Pero, según Tonelson, la evidencia empírica no coincide con las afirmaciones de la «ortodoxia económica», y el proteccionismo ha resultado funcional para renovar la competitividad de las manufacturas norteamericanas, preservando en el proceso miles de puestos de trabajo. Todas las industrias beneficiadas por medidas de import reliefs, desde la del acero hasta la de automóviles, han revitalizado su competitividad y a un costo mínimo para los consumidores.
En ese mismo número de Foreign Affairs, Paul Krugman entró en una polémica demasiado amarga para sólo ser académica, con otros grandes en el tema del libre comercio, como Thurow, Prestowitz, Cohen, y Steil, alrededor de la crítica que Krugman hizo en un artículo previo, también en Foreign Affairs, advirtiendo sobre los peligros de la nueva obsesión de los norteamericanos con la competitividad, lo que pudiese degenerar en un proteccionismo militante. Ante este peligro, Krugman ha venido escribiendo con frecuencia en Foreign Affairs y en el Harvard Business Review, refutando la tesis que mira al comercio, sobretodo con Japón y países del Tercer Mundo como México, como un intercambio dañino para la prosperidad de Estados Unidos. Inclusive, su último artículo en Foreign Affairs, se le puede considerar como una refutación a la obra de James Fallows.
Pero, a pesar del esfuerzo de Krugman y otros, en años recientes en Estados Unidos ha prosperado lo que Laura D’Andrea Tyson ha definido como Managed Trade, sobretodo cuando se refiere a la relación comercial con el Japón. De manera muy peculiar, el viejo argumento de la industria infante ha sido desempolvado y aplicado a algunas de sus industrias menos competitivas. Más aún, en el caso de los países del Sur, como México, al menos entre la clase política, el concepto de Social Dumping también está adquiriendo popularidad.
Los resultados electorales y la agenda comercial
Si lo dicho es un reflejo de una buena parte de la intelectualidad norteamericana, el estado de ánimo de los electores es todavía mucho más crítico. Por más de una década, la clase media en los Estados Unidos viene pagando con sus estándares de vida por la falta de competitividad de sus industrias, o bien, por las medidas que éstas han tenido que tomar para ser más competitivas.
En efecto, como vimos anteriormente, para la mayoría de los norteamericanos, los 90 han representado los años de la seguridad militar y de la inseguridad económica. Para ellos, el intercambio de su economía con el mundo es parte del problema y no parte de la solución: ¿Acaso sus mejores años no fueron los de los 50 y 60, cuando le temían al poderío nuclear de la antigua Unión Soviética, pero se sentían a gusto con su futuro económico, y el porcentaje de su comercio internacional en relación al PIB no pasaba del 10%?
En las vísperas de las elecciones para el Congreso del 8 de Noviembre de 1994, a pesar de las buenas noticias en términos de crecimiento económico y aumentos en el número de empleos, sólo un 30% de los encuestados se sentían a gusto con el funcionamiento de la economía. A esta brecha entre los indicadores económicos y el mood de los electores, los editores del Economist lo bautizaron como el Clinton Gap, estableciendo un paralelo con el último año de la presidencia de Bush, cuando la reactivación económica no se reflejó en los resultados de las elecciones presidenciales. Pero también hay que destacar que el problema con las encuestas no sólo ha sido un problema de percepción. Durante 1993, las empresas norteamericanas continuaron su downsizing, registrándose 600 mil despidos por mes, el doble de 1991, un año que fue de recesión y por primera vez se ha experimentado una recuperación económica, en la cual el número de empleos en manufacturas ha disminuido.
En las elecciones del 8 de noviembre, en las primeras proyecciones se esperaba que el Partido Demócrata perdiera entre 20 y 30 puestos en la Cámara de Representantes, donde gozaba de una mayoría de 256 versus 176 curules para el partido contrario; mientras, en el Senado, donde los demócratas también prevalecían por un margen de 56 puestos versus 44, se esperaba que los primeros se quedarían con un margen disminuido de 52 a 48. Pero los resultados fueron completamente inesperados y, por primera vez en más de una generación, el Congreso pasó en su totalidad a manos republicanas. En la Cámara resultaron electos 73 nuevos miembros republicanos (en comparación a sólo 13 por el Partido Demócrata), dejando un saldo de 232 republicanos, versus 203 demócratas, mientras en el Senado quedaron 54 republicanos, versus 46 demócratas.
Visto desde el ángulo de la Administración Clinton, estos resultados han venido a complicar su sobrecargada agenda legislativa, la que nunca contó con el apoyo automático de los demócratas conservadores, y que ahora también incluye las iniciativas comprendidas en el celebrado Contract with America, el que para los republicanos, la nueva mayoría, tiene prioridad en los primeros 100 días de la l~gislatura del nuevo Congreso en 1995.
Mas aún, si en los últimos 50 años el Partido Republicano ha sido el abanderado del libre comercio (todo lo contrario de lo que fue en el siglo XIX y antes de la Segunda Guerra Mundial), el Partido Demócrata se ha identificado más bien con la tendencia proteccionista. Y si no ha sido por el apoyo que el Partido Republicano le brindó a la presidencia de Clinton, el Tratado de Libre Comercio (TLC) no hubiese sido aprobado en el Congreso. Pero, de los 73 nuevos republicanos en la Cámara de Representantes, una buena parte no comparten la agenda pro libre comercio de su partido, ya que son producto directo de ese malestar que afecta a la inmensa clase media norteamericana. Si a estos nuevos congresistas les sumamos los 46 miembros que fueron electos, también por el Partido Republicano en las elecciones antepasadas, nos quedamos con un bloque importante de republicanos recién entrados al Congreso que no comparten en su totalidad el programa de su partido en favor del libre comercio.
Si añadimos a esta suma de nuevos congresistas republicanos, el bloque tradicional de demócratas liderados por Gephart, y apoyado por la cúpula sindical del AFL-CIO, la coalición anti-libre comercio se ensancha significativamente. Y todo se complica aun más, si agregamos la mezcla de senadores sureños (demócratas y republicanos), como Hollins y Helms, que junto con Ralph Nader (de la izquierda liberal), y Pat Buchanan (de la derecha militante), están opuestos al GA TI, al TLC, y a Ja membresía de Estados Unidos en la Organización Mundial de Comercio. En realidad, ya no se puede caracterizar a un partido como pro o anti-libre comercio, y las preferencias en favor o en contra de una agenda comercial liberal son más bien bipartidarias, con una correlación de fuerzas que favorece a Jos que Je temen a la apertura comercial.
¿Qué pasa con el Fast Track?
Lo grave es que a estas alturas, la Administración Clinton no goza del Fast Track Authority, un mecanismo por medio del cual, el Congreso (que según la Constitución de Estados Unidos, en el Artículo 1, Sección 8, tiene la facultad de «regular el comercio» con naciones extranjeras) le delega al Ejecutivo por un plazo fijo (en ocasiones, hasta por siete años), la facultad de negociar arreglos comerciales de alcance bilateral o multilateral (como las rondas de Tokio y Uruguay, los tratados bilaterales con Canadá o Israel, y el propio TLC), comprometiéndose a aprobar o a rechazar en su totalidad (sin derecho a enmiendas), lo que el Ejecutivo negoció.
A principios de agosto de 1994, el Senador Moynihan, expresidente de la Comisión de Finanzas en la Cámara Alta del Congreso, decidió excluir la renovación del Fast Track Authority, que debía acompañar a la legislación con la cual se implementarían los resultados de la ronda de Uruguay dentro de los acuerdos del GATT. El Senador demócrata por el Estado de Nueva York, en medio de su campaña de reelección, se sintió presionado por la organización sindical del AFL-CIO, cuyos miembros insistían en que, para renovar el Fast Track, el Gobierno de Estados Unidos se debía comprometer a defender el medio ambiente y los derechos sindicales en esos países con los cuales estaría negociando en el futuro. Los republicanos se opusieron a este vínculo, y el Senador Moyniham prefirió extraer el Fast Track Authority de la legislación que implementaba la ronda de Uruguay, que finalmente fue aprobada por el Congreso en diciembre de 1994, una legislación cuya aprobación se esperaba desde el verano de ese mismo año.
Si bien es cierto hay interpretaciones legales que defienden el derecho del Ejecutivo a entrar en negociaciones con Chile para su entrada al TLC (las que también deben incluir a Canadá y México), sin necesidad del Fast Track Authority, tal como fue el compromiso de la Administración Clinton en la Cumbre de las Américas en Miami en diciembre del 94, lo ideal para Chile sería una negociación que tome lugar bajo las garantías de esta autorización. Pero, las realidades de un Congreso complicado y una presidencia debilitada en vísperas de una campaña electoral nos hacen creer que la renovación del Fast Track Authority (aún por un período de tiempo más corto que el usual) puede terminar dándose hasta finales del 95 e, inclusive, más allá del 96.
Asimismo, hay cerca de 40 comisiones y sub-comisiones que se involucran en el tema comercial, y cuando se piensa en el Congreso de Estados Unidos, se debe recordar que, en realidad, no se está negociando con los representantes de un solo país, sino que más bien con los de una federación de 50 países, cuyos intereses económicos y geográficos chocan con frecuencia.
La iniciativa de la Cuenca del Caribe y el Tratado de Libre Comercio
Con los acuerdos del TLC puestos en vigencia a partir de 1994, cerca de 3.100 fracciones arancelarias que afectan directamente a los países de Centroamérica y del Caribe, quedaron suprimidas entre los firmantes. Y las ventajas competitivas de las que gozaban los países miembros de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC), sobretodo en textiles y vestuarios, en su relación comercial con Estados Unidos, fueron niveladas o superadas por las ventajas que México adquirió vía su membrecía en el TLC. Según estimados ofrecidos por representantes de República Dominicana, El Salvador, Trinidad y Tobago, Guatemala y Jamaica, ante la Sub-Comisión de Comercio presidida por el Representante Phil Crane (de la Comisión de Medios y Arbitrios), desde que el TLC entró en vigencia, el ritmo de crecimiento de las exportaciones de vestuarios de los países del ICC a Estados Unidos ha disminuido del 27% en 1993, a 12% en 1994, mientras las exportaciones de textiles y vestuarios de México a Estados Unidos, pasaron de un ritmo de crecimiento del 22% en 1993, a 38% en 1994.
De allí la insistencia de algunos miembros en el Congreso, además de los gobiernos de países miembros del ICC, de entablar cierta «paridad entre los beneficios» que ofrece el TLC y los que ha venido ofreciendo la ICC. Actualmente, está el Proyecto de Ley «H.R. 553, The Caribbean Basin Trade Security Act», auspiciado por el congresista Crane, que por un período de seis años extendería beneficios similares a los del TLC a una lista de productos provenientes de los países del ICC, que incluyen textiles, vestuarios, calzado, carteras de mano, valijas, guantes de trabajo, atún enlatado, productos de petróleo y algunos tipos de relojes.
Sin embargo, propuestas similares no han prosperado en otras legislaturas a pesar de que, el año pasado, los miembros de la Comisión de Finanzas en el Senado y la Comisión de Medios y Arbitrios en la Cámara de Representantes, dejaron a discreción del Ejecutivo la libertad de incluir en la legislación que autorizaba la Ronda del Uruguay un paquete de medidas que establecía la tan deseada «paridad» entre el TLC y la ICC. La Administración Clinton se pudo haber amparado en la crisis de Haití y haber alegado que la «paridad» resultaba central para la recuperación económica de la Isla. Además de que la ICC (ya con las ventajas de la «paridad» con el TLC), suavizaría la transición de sus países miembros a un futuro cercano, cuando la ayuda económica de Estados Unidos desaparecerá por completo.
La Administración Clinton decidió actuar con cautela y prefirió -como lo hizo con el Fast Track Authority- no incluir este paquete en la legislación de diciembre de 1994, con cuya aprobación se autorizaba la implementación de los acuerdos de la Ronda de Uruguay. No hay que olvidar (independientemente del conteo final de los votos) la oposición que se formó en el Congreso a la implementación de los resultados de esta negociación.
Además, a la discusión comercial se le sumó la cuestión fiscal. Si se le extendía «paridad» a la ICC con los beneficios del TLC, por los próximos cinco años, el Tesoro de Estados Unidos dejaría de recibir $900 millones en ingresos arancelarios, y según las re.glas del congreso (motivadas por los déficits fiscales), la Administración Clinton tendría que hacer recortes por esta misma suma en algún lugar del presupuesto. Pero a finales de 1994, la Administración Clinton más bien andaba buscando cómo recortar $14 mil millones en el gasto público (a lo largo de cinco años fiscales), el equivalente en ingreso arancelarios que el Tesoro dejaría de recibir una vez que entraran en vigencia los acuerdos de la Ronda de Uruguay.
Los centroamericanos: ¿Qué deben hacer?
Como se sostuvo en la introducción de este ensayo, Centroamérica no ha tenido el peso suficiente para ameritar una política exterior de Estados Unidos diseñada especialmente para el área. Esto fue cierto en la era de la geopolítica y sigue siendo cierto en la era del comercio. Las exportaciones de Estados Unidos a Centroamérica representan menos del 3% del total en el hemisferio y sus importaciones provenientes de Centroamérica, cuando se le comparan al resto de las del hemisferio, solamente representan un 2.4% del total.
De allí que los indicadores que seleccioné para determinar la futura relación comercial entre Centroamérica y Estados Unidos, sobretodo ahora que no quedan incentivos geopolíticos, se hayan derivado de la relación comercial de este último con Japón y México, así como del estado de ánimo -el mood- de la mayoría de los norteamericanos con su condición económica.
Y como se ha visto, el déficit comercial con Japón sigue subiendo, al menos cuando se le mide en dólares, fortaleciendo la imagen de este país como un mercado cerrado para los productos estadounidenses. Mientras, la debacle del peso -con lo que debería aumentar las exportaciones mexicanas a Estados Unidos, así como la inmigración ilegal debido a la caída de los salarios reales y a menos oportunidades de empleo en México- ha obligado a los promotores del TLC a pasar a la defensiva. Si a lo dicho le agregamos el ambiente intelectual que se discutió con anterioridad, además de los últimos resultados electorales en el Congreso y el estancamiento económico (percibido o real) que afecta a la clase media norteamericana, la suma no es favorable para los que proponen en los Estados Unidos una mayor apertura comercial y el ensanchamiento del TLC.
Esta última conclusión es preocupante, si se acepta el contenido de estudios que demuestran cómo Centroamérica puede ganar más dentro del TLC (o perder menos) que si se queda fuera del mismo. Más aún, si se recuerda la experiencia de Salinas de Gortari al inicio de su gestión presidencial, cuando visitó Japón y Europa en busca de inversiones de estos países, para sólo darse cuenta que, ni para Japón ni para Europa, México era prioridad, rápidamente nos damos cuenta de que Estados Unidos sigue siendo el gran socio económico de las Américas.
Y en la crisis que actualmente vive México, ha sido la Administración Clinton la que asumió el liderazgo con $20 mil millones propios, a la hora de montar un paquete internacional de $50 mil millones, esfuerzo que ni siquiera ha hecho por la antigua Unión Soviética. Estos $20 mil millones representan un monto superior a los $19 mil millones con los que se originó el Plan Marshall en 1947, y si es cierto que estos últimos eran millones del 47, los $20 mil millones de hoy, los están ofreciendo en medio de una gran crisis fiscal, y cuando su participación en la economía mundial es la mitad de lo que era en la década de los 40.
A Centroamérica le conviene el TLC y, si bien es cierto el clima que prevalece actualmente no es conducente para que los centroamericanos sean optimistas, esto puede ser por dos ó tres aiios, mientras los Estados Unidos se recupera de los traumas de la transición a un nuevo modo de producción y empieza a recuperar la confianza en su futuro económico.
Después de todo, a pesar de todos los alegatos que hemos presentado en este ensayo insistiendo en el deterioro de la economía de Estados Unidos, también hay señales de lo contrario, y que más bien lo posicionan en condiciones sólidas para competir en el nuevo milenio. Inclusive, economistas de primer orden y de distintas orientaciones políticas, como Robert Heilbroner y Robert Eisner, han cuestionado la gravedad de los déficits fiscales, alegando, entre otras cosas, una metodología inexacta en la estimación de los mismos. Más aún, la abultada deuda federal, la que superó los $3 trillones en 1990, una vez descontada la inflación sólo creció en 84% entre 1959 y 1990, además de sólo representar un 50% del PIB, un porcentaje que se compara muy bien con el de 1952, que llegó a un 63%, para no decir nada del porcentaje de la deuda federal/PIB, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
Hasta las tasas de ahorro en los Estados Unidos, según estos mismos economistas, son superiores a las oficialmente registradas, y tal como ha argumentado el Premio Nóbel en Economía, Milton Friedman: ¿Desde cuándo es una mala señal que otros países deseen invertir sus ahorros en Estados Unidos?
En la industria estratégica de los automóviles, General Motors, Ford y Chrysler, registraron en el primer semestre del año 1994 ganancias netas muy por encima de las del mismo período en 1993. Mientras, las del Japón, se han visto perjudicadas por un yen fortalecido, lo que ha contribuido a que los vehículos japoneses hayan pasado de dominar el 29% del mercado norteamericano en 1991, a 25% en 1994. Además, las plantas japonesas pasaron de producir un promedio de diez millones de unidades anualmente entre 1990/1991, a ocho millones en 1994, y no han dado señales de buscar como cerrar plantas y despedir trabajadores, como lo hizo la Ford y Chrysler en los años 80. En estas circunstancias, la industria automotriz del Japón tiene que soportar la carga de pago de intereses y costos de mantenimiento de plantas subutilizadas, a la cual hay que sumarle una estructura salarial inflada, puesto que está atada a la antigüedad de los obreros. Y mientras Estados Unidos está por cerrar su ciclo de downsizing, el Japón está por empezarlo.
En efecto, el 60% de la economía norteamericana, y más del 70% de su fuerza laboral está en servicios. Y es precisamente en el área de servicios donde se encuentran las nuevas oportunidades de empleo en la economía mundial. Pero servicios cuyos empleos son muy bien remunerados, como es la práctica legal alrededor de los derechos de propiedad intelectual, publicidad, entretenimiento (Hollywood), banca, servicios de contabilidad, informática y servicios de computación, telecomunicaciones, protección del medio ambiente y obras de ingeniería, incluyendo todo lo que es infraestructura. Hasta la industria militar norteamericana, que está pasando por tiempos de «competencia darwiniana», será la dueña de un monopolio casi total en un mercado mundial para armas sofisticadas, con un valor de $40 a $45 mil millones por año, en lo que queda de la década.
Según el politólogo de la Universidad de Harvard, Samuel Huntington, la sociedad norteamericana se ha caracterizado por ciclos de histeria, cuando se auto convence de que llegó el fin de su ascendencia vertiginosa como nación, y que sólo les queda el camino del deterioro económico y de la decadencia espiritual. Entre 1957 y 1990, en menos de 35 años, Huntington ha identificado a 5 de esos ciclos: en 1957, cuando los soviéticos pusieron en órbita el Sputnik, y el famoso economista John Kenneth Galbraith publicó su clásico The Affluent Society, donde condenaba la propensidad de sus conciudadanos al consumo, en vez de tener la disciplina para ahorrar e invertir en su defensa militar; a finales de los 60, cuando Richard Nixon proclamó el fin de la bipolaridad y el surgimiento de un mundo multipolar; 1973, con el embargo petrolero; a finales de los 70, cuando el mapa del mundo se llenó de banderas rojas anunciando el triunfo inevitable de la Unión Soviética y, finalmente, la era de Ronald Reagan y los «déficits gemelos».
Si Estados Unidos está por salir de uno de sus ciclos de histeria y si se vuelve a llenar de optimismo, entonces mirará hacia el Sur y después de un período de Yankee Aloofness, le dará a los latinoamericanos un .abrazo típico de la euforia del tejano. Probablemente antes de 1997, ni siquiera Chile logrará formar parte del TLC, pero a partir de ese año las negociaciones para ensanchar el TLC pudieran adquirir una velocidad extraordinaria, involucrando a Centroamérica y Panamá como región.
Los centroamericanos y sus medidas
Si este es el escenario del mediano plazo, entonces hay que estar claros de que los centroamericanos casi no tienen tiempo (de tres a cuatro años) para mirar hacia dentro y prepararse como sociedad para el desafío del nuevo milenio. Esto implica, además de reunir el equipo técnico encargado de identificar el impacto que tendrá el TLC sobre los distintos sectores de la economía regional, la formación de un equipo político que se prepare a negociar con un universo de actores en los Estados Unidos que incluya a las distintas burocracias del Ejecutivo, a las múltiples comisiones del Congreso, a los think tanks, a la prensa, a los sindicatos, a los intereses regionales y a la opinión pública. En este aspecto, las lecciones de México son valiosas, tanto en la preparación técnica, como en la preparación política.
Pero más que todo, la región debe tomar conciencia de que ya no puede vivir del subsidio geopolítico y de lo difícil que va a ser ganarse la vida como nación en la economía mundial del nuevo milenio.
Esto requiere que los gobiernos de Centroamérica entablen un diálogo con sus propias sociedades, para poder seguir adelante con las reformas macroeconómicas y la modernización de sus instituciones. El Estado se tiene que achicar, la clase media tiene que aprender a ser productiva y superar su dependencia en la burocracia gubernamental, el rol de los sindicatos se debe redefinir, y se deberían establecer mecanismos formales de comunicación entre el sector privado y el gobierno, los que deben verse como aliados, sin caer en los vicios del mercantilismo. Y el sistema de educación, debería ser reorientado a la educación primaria y a la vocacional, como han hecho los países del éxito.
Para Centroamérica, los 90 deberían ser la década del desarrollo armonioso, es decir, la década del crecimiento económico en base a ahorros internos y a la inversión extranjera, acompañado de distribución social y de procesos de democratización. Sin embargo, el desafío mayor es el de la globalización, puesto que para enfrentarlo, algunas de sus medidas pudieran entrar en conflicto con los objetivos del desarrollo armonioso. Sin embargo, el TLC puede representar el vehículo por medio del cual se logren reconciliar crecimiento económico, competitividad internacional, desarrollo social y democracia. Al final de cuentas, el destino de Centroamérica está atado al de Estados Unidos y la prosperidad de este país también representa la prosperidad de la región. Y si es cierto que los próximos dos o tres años la agenda comercial se puede estancar, cuando vuelva a tomar vigencia, lo hará con tanta energía que ojalá encuentre a Centroamérica preparada para formar parte de la promesa de la Cumbre de las Américas.
Nota
Este trabajo fue elaborado para la Coordinadora del Desarrollo de Centroamérica (CCDCA). Fue valiosa la colaboración de Mario de Franco y de Francisco Mayorga, también de la facultad de INCAE, así como de Bennett Marsh, del Caribbean Latin American Action, George Biddle del Institute for Central American Studies, Rogelio Pardo, de Access NAFr A, y de los Asociados del Brock Group, Otto Reích y Lissete Wharton.